Miguel Rodriguez Sosa

Siria y la recomposición política en Medio Oriente

Rusia ha declinado su posición en Siria y el Mediterráneo

Siria y la recomposición política en Medio Oriente
Miguel Rodriguez Sosa
16 de diciembre del 2024

 

La caída del régimen de Bashar al-Assad en Siria es ahora un tópico de la guerra de desinformación y propaganda entre los poderes con intereses en la región. Cierto es que al-Assad y el partido Baath ejercían un poder dictatorial prolongado por decenios y fuertemente represivo por tiempos. Pero es también cierto que el régimen debía defenderse de una agresión doble. Por un lado, la de fuerzas locales pro-occidentales inspiradas en el ejemplo de las «primaveras árabes» que desestabilizaron Egipto y liquidaron el estado nacional en Libia con el apoyo de EE.UU. y la OTAN. Por otro lado, la del yihadismo islámico empeñado en su aventura de edificar el califato en la región. Además, Siria se había convertido en un espacio para la actuación de fuerzas kurdas enfrentadas con Turquía y con Irak, y también en un espacio utilizado por Irán para brindar armas y apoyo logístico a la milicia libanesa Hezbolá contra Israel.

Bashar al-Assad contaba con que, por interés propio, Irán defendería su régimen; y lo mismo respecto de Rusia, que instaló una base naval en el puerto de Tartús bajo un acuerdo de arrendamiento por 49 años suscrito el 2017, asegurando su presencia militar en el Mediterráneo.

La situación en Siria, complicada desde el 2011, se tornó extremadamente crítica el 2014 porque el gobierno de al-Assad perdía dominio sobre el territorio del país identificado como República Árabe Siria con apoyo de Rusia, pues otra parte del país estaba bajo control kurdo, había la parte controlada por la facción occidentalista (Gobierno Provisional de Siria) con apoyo turco, próxima pero no idéntica al Ejército Libre Sirio con apoyo de EEUU, y las zonas controladas por Daesh / Al-Qaeda en asociación con Hayat Tahrir al-Sham (HTS. Organización para la Liberación del Levante) una organización yihaidista sunita considerada por la ONU, la Unión Europea, EEUU, Rusia, Turquía y países de la región como «terrorista». HTS es encabezada por Muhammad al-Jawlani, a quien los gobiernos de EE.UU. en 2014 y 2017 (mandatos de Barack Obama y Donald Trump, respectivamente) pusieron precio a su cabeza (US$ 10 millones), pero ahora es celebrado por la prensa estadounidense y europea como un liberador de Siria y CNN lo presenta como el yihadista diversity friendly vencedor de al-Assad (y claro está, también sobre los intereses de Rusia e Irán).

El escenario presentaba un tinglado de lealtades muy fluidas debidas a las necesidades de esos diversos bandos de ayudas extranjeras. En definitiva, la situación decantó en un fenómeno de «guerra de tres bloques» en la que los actores locales participan en oposición a al-Assad con los apoyos de EEUU, Turquía y países árabes, contra Rusia e Irán que lo respaldaban.

Pero ya el 2012, en Doha (Qatar) una reunión de los líderes de todas las oposiciones a al-Assad no yihadistas había constituido la Coalición Nacional para las Fuerzas de la Revolución y la Oposición Siria (CNFORS) y fue un intento por conformar también una fuerza armada propia e integrada, el Ejército Libre Sirio, cuya existencia ha sido dudosa. Sin embargo, el CNFORS consiguió incorporar a los liderazgos kurdos y obtuvo el pronto reconocimiento del Consejo de Cooperación del Golfo integrado por Saudi Arabia, Qatar, Baréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Omán. Progresivamente aumentó el apoyo internacional a la Coalición, que fue reconocida como «representante legítimo del pueblo sirio» por un número creciente de países europeos y al 2013 se configuró un Grupo de Amigos de Siria con el auspicio de Francia (Nicolás Sarkozy) y de EE.UU. (Hillary Clinton).

Por impulso de EE.UU. y la Unión Europea más la Liga Árabe, el Grupo de Amigos de Siria ha llegado a integrar un centenar de países, el Perú entre ellos. Reunido en Doha en junio del 2013, anunció que el conflicto en Siria se había convertido «en uno de los más potentes del siglo XXI» y acordó a instancias de EE.UU. apoyar decisivamente con armas y financiamiento al CNFORS. Desde entonces EE.UU. y la OTAN no han parado, por años, en entregar importantes equipos bélicos y un fuerte financiamiento a fuerzas opositoras al gobierno sirio, pero eventualmente cambiaron de postura al enterarse que buena parte de esa ayuda iba a manos de los islámicos yihadistas anti-occidentales, calificados por ellos mismos como «grupos terroristas».

El 2015 el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad la Resolución 2254 estableciendo una hoja de ruta para solucionar la crisis en Siria, pero la medida careció de efecto y decantó en un encuentro en Astaná, capital de Kazajistán, el 2017, donde se conformó un foro que reunió al gobierno de Damasco con varias organizaciones de la oposición siria consideradas moderadas, excluyendo a los grupos yihadistas y separatistas considerados extremistas, con la participación de Rusia, Turquía, la misma ONU y en unos momentos EEUU, en condición de garantes o mediadores. Irán también invocó la Resolución 2254 de la ONU como base jurídica del proceso político para resolver el conflicto en Siria. Aunque las reuniones se reanudaron en Ankara (Turquía) y en Ginebra (Suiza) no llegaron a una propuesta compositiva de la crisis y Siria siguió en estado de guerra civil y fragmentación territorial, sin que se avizore a un vencedor en la contienda, ni una solución.

Así las cosas, pareciera sorpresivo que en noviembre de este año 2024 se produzca en Siria una ofensiva convergente en el tiempo y con el objetivo de derribar al régimen de al-Assad, en la que confluyen la Coalición Nacional para las Fuerzas de la Revolución y la Oposición Siria (CNFORS) y las milicias islámicas yihadistas antes repudiadas por los occidentales e incluso excluidas por los opositores sirios moderados. Hay indicios fuertes de que esa ofensiva responde a un entendimiento forjado en el ambiente del foro de Doha, iniciado por los representantes de Qatar e Irán, que ha conseguido otras adhesiones en un tiempo muy breve.

Ha sido en octubre pasado que se reunieron el presidente iraní, Massoud Pezeshkian, y el primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores de Qatar, jeque Mohammed bin Abdulrahman Al Thani, con el propósito públicamente anunciado de «establecer relaciones más amplias y profundas» entre los dos países. Lo que causa extrañeza porque Qatar es aliado de EE.UU. y la OTAN en el área del Golfo Pérsico, e Irán es enemigo de EE.UU. en la misma.

Los hechos muestran sin embargo una realidad bastante más compleja porque se conoce que Qatar ha albergado al extremista movimiento Hamás palestino, como en su momento a los talibanes afganos, a los que ayudó a regresar victoriosos a Kabul el 2021 tras la retirada de EEUU. Por su parte, Irán apoya a Hamás (como a Hezbolá) no obstante que aquél es musulmán sunita, no shiita como el régimen iraní, por contraponerse a Israel. Irán no ignora que Qatar ha pretendido actuar como mediador en el conflicto desatado este octubre con el ataque de Hamás desde Gaza a Israel. Aunque esa mediación fracasó, abrió la oportunidad para el entendimiento entre Qatar e Irán.

En marcha a finales de noviembre la ofensiva militar obviamente concertada de todas las fuerzas opositoras a al-Assad en Siria, arranca en diciembre una reunión en Doha, entre representantes de Irán, Irak, Saudi Arabia, Qatar, Jordania, Turquía, Egipto y Rusia, para analizar la situación en Siria. Ahí se debatió la aceleración de los acontecimientos en ese país y la manera de hallar una solución política a la crisis basada en la Resolución 2254 del Consejo de Seguridad de la ONU, con el anuncio oficioso de que se trataba de «evitar que Siria se hunda aún más en el caos y trabajar para alcanzar una visión política que permita abordar la situación mediante un proceso político global, apoyado por todas las partes». Al final de la reunión se sumó el enviado especial de la ONU para Siria, presentando su visión de la situación y las formas de abordar la crisis en cooperación con los países participantes. La declaración conjunta emitida afirmó su interés en «poner fin a la escalada militar que conduce al derramamiento de más sangre inocente e indefensa y a la prolongación de la crisis, y para preservar la unidad, la soberanía, la independencia y la integridad territorial de Siria y protegerla de caer en el caos y el terrorismo y garantizar el retorno voluntario de los refugiados y desplazados».

Más allá de la palabrería, lo más significativo es que la decisión colectiva adoptada en Doha muestra que Irán y Rusia han renunciado a sus posiciones en Siria y han aceptado como hecho consumado el derrocamiento de Bashar al-Assad. Una situación emergente de gran importancia cuando todavía no se pueden estimar apropiadamente sus consecuencias, porque, en el caso de Irán, pierde con la Siria de al-Assad su «corredor territorial» para apoyar al Hezbolá libanés y al Hamás palestino, a la vez que pierde influencia en la región ante su archienemigo Israel; en el caso de Rusia, pierde su presencia militar en Siria y por ende en el Mediterráneo, lo que resulta en beneficio de la OTAN y EE.UU.

Interesa por qué Irán y Rusia ceden ante sus adversarios en Siria, la región y en el tablero mundial. Respecto de Irán, es posible que juegue sus intereses a congraciarse con las fuerzas del yihaidista Hayat Tahrir al-Sham (HTS) en la perspectiva de que en un futuro próximo oriente su poder desde Siria contra Israel, sobre todo si se consigue limar asperezas entre sunitas y chiitas en la región, es decir, entre Hamás, Hezbolá y los hutíes de Ansar Allah en Yemen (que son una bizarra combinación de sunita y zaidi shiita). Respecto de Rusia, está quedando claro que el gobierno de Vladimir Putin no puede mantener un estado de sobre-compromiso militar en dos frentes: Siria y el Mar Negro con la guerra en Ucrania contra la OTAN y las amenazas que en esa zona percibe en Rumania y Georgia.

Es que aumentan la crispación y conflictividad en el área del Mar Negro, no sólo por la evolución de la guerra abierta que enfrenta Rusia, sino por las maniobras subversivas que anima la OTAN siguiendo el libreto de la «revolución naranja» que se impuso en Ucrania, con profusión de activismo de las oenegés financiadas por occidente, para derrocar al régimen de Georgia que lidera Irakli Kobajzide, primer ministro pro-ruso y verdadero jefe del gobierno, enfrentado a la presidente Salomé Zurabishvili, pro-occidental. La asonada de hace unos días en la capital Tiflis toma el pretexto de la oposición del partido de Kobajzide para la adhesión de Georgia a la Unión Europea, paso necesario en la senda que llevaría a este país a incorporarse a la OTAN, con la que algunos de sus gobiernos han cooperado desde 1994; este 2024 el anterior primer ministro georgiano, Irakli Garibashvili, ha contrariado esa intención, asegurando su posición pro-rusa al declarar sobre el conflicto con Ucrania: «Creo que todo el mundo conoce la razón. Una de las principales razones fue la OTAN. La ampliación de la OTAN. Por lo tanto, vemos las consecuencias».

Además hay que considerar el enfrentamiento, todavía de carácter sólo político, en Rumania (país también con orilla al Mar Negro), donde el Tribunal Constitucional acaba de anular las elecciones presidenciales en primera vuelta, del pasado 24 de noviembre, que fueron ganadas por Calin Georgescu, candidato a quien se ubica en la derecha política y es próximo a Moscú, acusado de haber recibido en redes sociales «un trato preferencial afectando la voluntad de los votantes» durante la campaña electoral, con presunta injerencia de Rusia. Aunque la candidata contendora Elena Lasconi criticó la resolución, el presidente de Rumania, Klaus Iohannis, ha declarado que «la decisión del Tribunal Constitucional rumano de anular los resultados de las elecciones presidenciales fue legítima y debe ser respetada», atizando la crisis para beneplácito de los occidentalistas.

Son graves problemas para la seguridad de Rusia, que ha debido declinar su posición en Siria y el Mediterráneo. En el complejo ajedrez de la geopolítica y las consiguientes estrategias militares de hoy, el abandono de Siria por parte de Rusia (enmascarado en la aceptación de la Resolución 2254 del Consejo de Seguridad ONU, pero en realidad forjado en la última reunión en Doha) tiene que ser vista como una debilidad de Moscú, obligada por la solapada presencia militar de Ucrania apoyando con entrenamiento y armas a «rebeldes» sirios incluyendo yihadistas que habían centrado su actividad en combatir a las fuerzas rusas en Siria y, en esa vía, pretendían obligarla a un mayor compromiso militar, indeseable para Putin. Sería ingenuo no relacionar lo que sucede en el escenario de Siria y oriente medio con lo que acontece en el del Mar Negro y Ucrania.

Mientras tanto, de las consecuencias geoestratégicas que se muestran sobre el tablero del juego en Siria, la primera y más importante tras el derrocamiento de al-Assad es que abre la oportunidad para que se pueda construir el poliducto Qatar-Saudi Arabia- Jordania-Siria-Turquía-Bulgaria, una obra que era impensable con el anterior gobierno en Damasco, y que va a permitir a Europa contar con una vía de flujo de combustibles que será alternativo para el trasiego del gas de Rusia a través del Báltico (Nord Stream) hasta Alemania, que Putin hoy emplea como arma de geoestrategia y guerra económica.

La cuestión del día es el futuro que le depara a Siria el «amanecer de una nueva era» celebrada en occidente como en el mundo árabe. De hecho, el caudillo yihaidista de HTS, Muhammad al-Jawlani, quien posee la mayor cuota de poder actualmente en Siria, se está mostrando pragmático al mencionar su propósito de apoyar un régimen de transición «tolerante» y que «guarda formas democráticas» según lo mencionan agencias de prensa occidentales entusiasmadas con el barbado individuo por el que hasta hace poco derrochaban repudio por su fundamentalismo islámico.

En el escenario del momento se puede observar hondas fracturas en la Coalición Nacional para las Fuerzas de la Revolución y la Oposición Siria (CNFORS), el alboroto de las milicias kurdas enfrentadas con similares pro-turcas, los enfrentamientos entre milicias sunitas y shiitas, el surgimiento de una resistencia armada siria ante las violencias sectarias del fundamentalismo islámico, los resquemores de todas esas fuerzas ante la presencia militar de Israel en territorio sirio y las declaraciones de Israel Katz, ministro de Defensa hebreo afirmando que las fuerzas armadas de su país conservarán posiciones en la parte del monte Hermón y en los altos del Golán «durante todo el invierno por su gran importancia estratégica» (ya se sabe lo flexibles que son los plazos para el gobierno de Tel Aviv); una zona que ha sido en días recientes objeto de duros bombardeos israelíes. A esto se suman los enfrentamientos entre los kurdos de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) que apoya EE.UU. y el grupo armado pro-turco Ejército Nacional Sirio (ENS) también al norte del país.

Las señales disponibles apuntan en el sentido de que todas las declaraciones a favor de «mantener la unidad de Siria por el bien de su pueblo», que parten incluso de los yihadistas convertidos por la prensa occidental en libertadores, no son siquiera expresiones de buena voluntad y menos intenciones reales de sus actores. El futuro de Siria se ubica en el limbo más próximo al infierno de la disgregación que al purgatorio de la sumisión al poder de alguna de las fuerzas que contienden por interés propio (kurdos, islamistas yihadistas) o por interés de otros actores como los países árabes pro-occidentales, Israel, Irán y, en un plano más amplio, EE.UU. con la OTAN frente a Rusia. De Siria hoy puede decirse que tal vez ni siquiera sea ya un país en el horizonte del globalismo que avanza en redibujar el mapa político del mundo.

Miguel Rodriguez Sosa
16 de diciembre del 2024

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