Carlos Adrianzén
¿República con gobierno unitario?
Las insalvables diferencias entre Lima y el resto del Perú
El artículo 43º de la Constitución Política vigente establece que: “La República del Perú es democrática, social, independiente y soberana. El Estado es uno e indivisible. Su gobierno es unitario, representativo y descentralizado, y se organiza según el principio de separación de poderes”. La interrogante de estas líneas implica aclararnos si —en los hechos y usando cifras económicas de las diferentes regiones del país— hemos realmente consolidado una República con gobierno unitario. En esta pesquisa asumiremos algo ampliamente comprobado en la literatura global sobre las causas y naturaleza de la riqueza de las regiones: que la limitación del accionar del Gobierno y las reglas de libre mercado determinan la suerte económica de las naciones. Dicho sea de paso, una tesis esbozada hace más de dos siglos por un brillante pensador escocés de apellido Smith.
Para cuestionar lo anterior, otra vez, nada mejor que escaparse de las estadísticas miopes sobre lo que pasó esta semana o este mes y enfocar tendencias económicas de largo plazo (digamos cifras quinquenales). Haciendo esto —con estimados de la actividad económica regional desde principios de la década pasada hasta el año 2018— quedan al descubierto muchas cosas trascendentes. La primera observación nos señala que en estos tres quinquenios y pico, el Perú ha remontado parte de su caída económica posvelasquista (1970-1990). Entre el primer quinquenio de este milenio y el trienio 2016-2018, el ratio de nuestro producto por persona sobre el equivalente de un país desarrollado (EE.UU.) ganó cuatro puntos porcentuales. Un salto moderado pero importante en términos de recuperación de desarrollo económico (a pesar del virtual congelamiento de este ratio desde el 2013, dados los retrocesos de la política económica de los últimos siete años).
Merece destacarse también que, a pesar de la mejora económica, sin precedentes en niveles de vida y capacidad de compra encontrada desde 1990, somos una nación muy pobre. Lo producido por un peruano en los últimos tres años alcanza a apenas a un 11.6% de lo que produce un norteamericano. Cualquier ciudadano celoso de su condición debe indignarse cuando un charlatán le cuenta que somos una nación rica. César Vallejo, el trujillano, tuvo y tiene mucha razón cuando sostenía que tenemos mucho por hacer.
Sobre este hecho, la siguiente entrega de esta revisión de las cifras implica una bifurcación entre la suerte económica de las regiones peruanas. Nótese que en este ejercicio hemos descompuesto el PBI nacional en el periodo 2001-2018 entre seis regiones: Lima (incluyendo aquí a Lima metropolitana, el Callao y Lima región), la costa norte y costa sur, la sierra norte y sierra sur y la región económicamente más atrasada, la selva. Hecho esto, las diferencias que emergen entre cada Perú resulta empíricamente enorme. Las dos regiones relativamente más ricas o cercanas a los estándares de un país desarrollado son la costa sur y Lima con US$ 9,985 y US$ 8,435 del 2010 como producto por persona. Sus niveles de desarrollo económico relativo —nuevamente en comparación al ingreso de los EE.UU.— en el último trienio equivalen respectivamente al 18.7% y 15.8% (al estilo de una provincia argentina).
Son las dos regiones peruanas más avanzadas. Lo sugestivo de este hallazgo implica comparar estos productos por persona con sus equivalentes de la costa y sierra norte, la sierra sur y la selva, que además de resultar estable y significativamente menores desde el 2001 a la fecha, arrojan actualmente ratios casi africanos o bolivianos de desarrollo económico relativo (8.9%, 7.2%, 8.5% y 6.2% respectivamente).
Para explicar esta evolución importa también comparar el dinamismo demográfico de cada región en el periodo analizado; Lima tiene una tasa anual promedio de crecimiento demográfico de 1.6% y la sierras sur y norte —o lo que va quedando de ella en los tiempos de Goyito, Aduviri y Guevara— registran un 0.9% y 0.7% respectivamente. Aquí descubrimos la sostenida importancia económica del vocablo migración y la validez de la afirmación que sostiene que la pobreza tiene pies.
La última observación de este ejercicio complica aún más el panorama. Las diferencias de ingresos se amplían con el tiempo. Como sucede si comparamos a las naciones desarrolladas con Latinoamérica, la bifurcación —los productos por persona de la costa sur y Lima se hacen cada año más distantes de los de las otras regiones del país— se va profundizando.
La explicación para estos hallazgos a nivel de las regiones peruanas, aunque sencilla, no la queremos ver. Las diferencias iniciales y las instituciones importan y mucho. Aquí el Gobierno, a lo largo de las diferentes regiones, no es tan unitario. En las regiones más ricas existe un accidentado aunque mucho más visible cumplimiento de la ley; mientras que en el resto, la ilegalidad es rampante —eso que algunos llaman informalidad— y aceptada.
Así las cosas, no resultan casuales ni que terminen eligiendo demagogos, ni su sostenidamente inferior evolución económica. Después de todo, algunos de estos personajes electos medran del incumplimiento de las reglas (corrupción burocrática, narcotráfico y mercantilismos); y aspiran por emular a regímenes totalitarios como los de Venezuela, Cuba o Bolivia, donde las tres aludidas lacras florecen y los gobernantes se tratan de perpetuar en el poder. Floreciendo estos pecadillos institucionales en los gobiernos regionales —no existe nada parecido a un gobierno unitario con separación de poderes— la diferencia entre estas regiones parece explicada y asegurada. Esto, a menos que entendamos fríamente lo que hoy nos estaría pasando.
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