Miguel Rodriguez Sosa
Proletariado y partido: esos rojos objetos del deseo
El leninismo y cualquiera de sus avatares bolcheviques conducen únicamente al estatismo despótico

Un anacronismo recurrente lleva a grupos de nostálgicos a aplicarse cada día 1 de mayo en recordar, para su propio jaez, la que fue una configuración social actualmente relictual, si no extinta: el proletariado, y su organización representativa: el partido del proletariado. Les brota la nostalgia –ese sentimiento de pena por el bien perdido– que es una forma explicable de desconexión con la realidad del momento.
Empecemos por el principio. El término «proletariado» aplicado a la clase obrera creada bajo el capitalismo industrial, fue planteado y difundido por el historiador liberal suizo Jean Charles Léonard de Sismondi, al cual citaba Karl Marx y de quien probablemente lo toma. Marx tampoco nunca planteó o respaldó la idea del «partido», del «partido del proletariado», del «partido de los trabajadores» ni cosa que se le pareciera. Él creía firmemente en la auto-emancipación del proletariado, respecto del capital y de su propia alienación, sin una guía iluminada desde fuera de la propia clase; sin que un otro sujeto social le imbuya al proletariado su conciencia de «clase para sí».
Por eso es que Marx despreciaba el partidismo, como el propuesto por su némesis Ferdinand Lasalle, detestaba a los «conductores revolucionarios» como los jacobinos o de cualquier otra clase, como a Giuseppe Garibaldi y a Simón Bolívar, por ejemplo. De haber conocido a Vladimir Lenin, Marx lo hubiera desdeñado por ser un abogado metido a intérprete de los «intereses de los trabajadores» y hubiera considerado a los bolcheviques un cenáculo de conspiradores hambrientos de poder.
Ahora bien, Marx creía que, en el proceso de la evolución histórica del capitalismo, el proletariado universal crearía, por sí mismo, las condiciones para enrumbar al mundo hacia el comunismo. Pero es un hecho –ya advertido en vida del propio Marx– que los proletarios del mundo, en su vida cotidiana, no generaban brotes de algún principio de organización social alternativo al capitalismo. Cuanto más una parte siempre minoritaria creaba coaliciones –sindicales y políticas– para combatir algunos aspectos oprobiosos del capitalismo, pero no al capital como relación social. Ni siquiera lo planteó la Comuna de París de 1871 y el filósofo y periodista renano lo reconoció en su análisis crítico del experimento.
No se puede desconocer que lo que Marx llamó «la alienación de la vida cotidiana» hacía del proletariado un medio funcional al desarrollo del capitalismo y no para su negación. Lo que otorga razón a Karl Kautsky y a Lenin cuando reconocían que la clase obrera, por sí misma, no desarrolla más que sindicalismo. La idea comunista o, si se quiere, del socialismo, nunca ha estado presente en la vida práctica y cotidiana de los trabajadores. Lo más que se le ha aproximado son las ideas de la propiedad colectiva y del trabajo asociado, con las que comulgaban mutualistas y anarquistas. La ideología de la revolución contra el capital y el ideal de la sociedad comunista históricamente no han brotado espontáneamente en las mentes del proletariado.
Es que lo único que define al proletariado como tal es su gregarismo en la venta de su fuerza de trabajo. Precisamente la negación de los principios de la actividad libre auto-realizativa y el fin de las fronteras de la propiedad. De hecho, si algo han conocido bien los llamados proletarios es que ellos son propietarios de su fuerza de trabajo vinculada a los medios de producción que son de otros propietarios. Por consiguiente, no hay una contraposición irreductible entre ambos términos de la relación social capitalista. De hecho, abundan los ejemplos en que capitalistas y proletarios pueden convivir armónicamente con ganancias y salarios creciendo juntos, de manera que se desdibuja de las mentes la asimetría existente con base en un vínculo de explotación. Es justamente el fenómeno de las sociedades posindustrializadas en las que el bienestar social extendido desdibuja las fronteras «de clase», tanto como el accionariado difundido, la propiedad corporativa abierta y la participación de la fuerza laboral en las ganancias de las empresas.
Este es el proceso que en el último cuarto del siglo XX había debilitado en su esencia la noción del proletariado, en un mundo en el que se agotaban los movimientos obreros masivos y revolucionarios. Los sindicatos ahora son aceitados engranajes del sistema y cada vez con menor importancia. ¿Y qué decir de las sociedades poscomunistas como Rusia y China?, que alcanzan su mejor situación histórica desprendiéndose de las martingalas del socialismo real, pero manteniendo regímenes de fuerte disciplina social.
No parece que Lenin y los bolcheviques hayan avizorado siquiera, hace más de cien años, cómo iba a ser el mundo del futuro… del futuro capitalista. Es por eso que con la simple constatación de que el proletariado no era capaz por sí mismo de asumir las tareas de su auto-emancipación; constatando que la clase obrera no se erigía por encima de la conciencia reivindicativa que nunca rompería con el capital, idearon la figura del partido revolucionario, extraño a Marx, pero funcional a sus propósitos.
El partido es un Deus ex Machina, exactamente un elemento externo a la clase que resuelve su supuestamente prefigurado destino histórico sin seguir su lógica interna. También se puede resaltar que el partido es «el Príncipe moderno» detectado por Antonio Gramsci en sus estudios sobre Niccolo Machiavelli. El hacedor del cambio de conciencia que la clase debiera forjar y es incapaz por sí misma de acometer.
Ingresa aquí la cuestión de «la vanguardia del proletariado», el partido pues, la organización que interpreta correctamente los intereses históricos de la clase que dice representar, y que la conduce en el sentido de conquistar el «horizonte socialista» que permita vislumbrar la sociedad sin clases.
Hay que reconocer que Lenin –y con él la totalidad de los marxistas revolucionarios del siglo XX, autonombrados marxista-leninistas– tuvo el acierto estratégico de plantear una manera con apariencia de ser efectiva para superar la alienación capitalista de los trabajadores en su vida cotidiana y en su práctica de clase. Debían ser conducidos por el partido, la organización de émulos de Prometeo que les entregan la conciencia de clase para sí, ese «fuego de los dioses» que los puede convertir en sujetos revolucionarios. Y las revoluciones proletarias y populares, ocurrieron.
Lo que resultó de esas sin embargo no ha sido, en ningún caso, la auto-emancipación del proletariado, o la ruptura del capital como relación social, ni siquiera el socialismo como orden social con base en la democracia de los trabajadores organizados. Lo resultante ha sido un conjunto fracturado de sociedades con estados hiper-burocratizados donde institucionalmente se imponía a los individuos los comportamientos políticamente deseables, bajo riesgo de exclusión y hasta de muerte por disidencia. El totalitarismo, pues.
Nunca hubo, en ese siglo XX, sociedades en las que resalte la negación de la propiedad colectiva y del trabajo libremente asociado, y hasta la represión de las libertades ciudadanas conquistadas por las llamadas revoluciones burguesas, como en los socialismos reales. La evidencia señala, indiscutible, que el leninismo y cualquiera de sus avatares bolcheviques con su idolatría del partido conducen únicamente al estatismo despótico, que no es, ni por asomo, el ideal de la emancipación de los trabajadores.
Lo expuesto lleva a plantear que el socialismo en rumbo al comunismo como ideal de la emancipación del proletariado (o de los trabajadores) no es predictible. De hecho, no parece que pueda estar determinado –cualquier referencia al potencial liberador, en ese sentido, del «desarrollo de las fuerzas productivas» es penosamente idiota– y entonces cabe repensar la liberación del hombre respecto del capital y del trabajo que es su contraparte, como un resultado posible –solo posible, no pronosticable– de un conjunto de elecciones inciertas de los actores en la producción y reproducción de la vida social, que probablemente pueda ser mejor expuesto con un enfoque cuántico, en el que la prospectiva de un resultado, de producirse eventualmente, suprime las opciones alternas, pero cualquiera es posible.
Este punto de vista nos habla de la negación del determinismo histórico, cierra cualquier resquicio al fin de la historia y deja a la humanidad tanteando a ciegas en su oscuro devenir; tiene, en su tremenda incertidumbre, la virtud de cancelar toda suerte de conductismo vanguardista, por inútil y descarriado, derribando los mitos envejecidos de la clase y del partido revolucionarios.
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Una versión anterior de este texto, publicada en mi libro Vana prédica (2023. Lima)
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