Darío Enríquez
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo
Fatal decisión muestra entrañas de un Perú monstruoso

En abril de 1985, en medio del enfervorizado mitin de cierre de campaña en el Paseo de la República, el joven diputado Alan García encandilaba a los presentes con las idas y venidas de su extraordinaria oratoria. Llegado el momento cumbre, se lució declamando el poema “Masa” de César Vallejo. El Perú vivía una grave crisis al final del segundo gobierno de Belaunde y el joven candidato pedía el concurso de todos para levantar a nuestro país de su agonía. Como en el poema.
Ganó la elección, pero la realidad fue otra. Y contra lo que algunos decían, “con el joven García podemos quedar igual o mejor, pero nunca peor que con Belaunde”, resultó que con él se demostró palmariamente que sí podíamos estar peor, mucho peor, terriblemente peor. Su gobierno fue el mayor desastre de nuestra historia republicana.
Sucedió que García no se percató de que debía cambiar el modelo estatista socialista impuesto violentamente durante la década de los setenta por el régimen militar del dictador Juan Velasco (incluida la Constitución de 1979). Más bien afirmaba equivocadamente que debía profundizarse su aplicación. Vivimos entonces el más horrendo período de los casi 25 años que rigió el miserable modelo estatista socialista, que lanzó al Perú al fondo de un abismo del que nos costó —y aún nos sigue costando— tantísimo esfuerzo salir. Ni Haya en 1978 ni Belaunde en 1980 ni García en 1985 fueron capaces de revertir el nefasto modelo estatista socialista de la dictadura militar.
En 2006, un cincuentón García llegó en forma sorpresiva a la segunda vuelta. Enfrentando al chavista Ollanta Humala logró triunfar aupado por el temor fundado que tenía la inmensa mayoría de peruanos frente a la amenaza de Hugo Chávez. Quienes vivimos cada minuto del desastre 1968-1990, en especial el nefasto quinquenio de García entre 1985-1990, no podíamos dar crédito a ello. Hoy sabemos que librarnos del chavismo nos hizo pagar ese precio.
Las evidencias más contundentes nos dicen que ninguno de los gobiernos entre 2000 y 2019, luego de las grandes —aunque inconclusas— reformas de los años noventa, ha asumido la responsabilidad de proponer y ejecutar las nuevas necesarias reformas para repotenciar el exitoso modelo vigente. En ese contexto, es el segundo gobierno de Alan García el que muestra en forma incontestable los mejores guarismos en crecimiento económico, reducción de la pobreza y propagación de la prosperidad que hoy goza todo el Perú, y que es reconocida en el mundo entero.
Debido a que las acusaciones de corrupción en su contra en el período 1985-1990 prescribieron, siempre quedó en el imaginario popular la imagen de un García impune, “un corrupto que la sabe hacer”. Su segundo gobierno no estuvo exento de acusaciones de este tipo, más aún cuando se dio durante el “reinado” de la mafia del Foro de Sao Paulo, de su cabecilla Lula Da Silva, del brazo mercantilista de Odebrecht y de su asociada en el Perú, Graña & Montero (GyM). Cuando este artículo llegue a nuestros amables lectores, ya Barata —corrupto máximo cabecilla de la organización criminal Odebrecht— debe haber declarado en referencia a la posible implicación de García en la recepción de coimas. Si acaso Barata no da testimonio contundente ni ofrece pruebas incontrovertibles de la culpabilidad de García, menudo problema que se abre para sus fallidos captores en la Fiscalía y el Poder Judicial, perpetradores de la trunca prisión preventiva, pues Alan García se quitó la vida antes de caer prisionero.
Lo peor de nuestras entrañas de insensibilidad frente al dolor ajeno se ha puesto en evidencia durante los últimos días. La coartada de que “García se lo merece”, nos coloca al borde de la inhumanidad. No es casualidad entonces que, en los últimos tiempos, hayamos sido testigos mediáticos de abominables humanoides robando a las agonizantes víctimas de trágicos accidentes en el Cerro San Cristóbal o el Pasamayo, en vez de auxiliarlas. También se parece demasiado a la de aquellos malditos quienes, frente al siniestro del terminal en Fiori, lejos de ayudar a rescatar a las personas atrapadas en un bus interprovincial en llamas, grababan y difundían por Instagram, Twitter o Facebook, tan terribles escenas con sus teléfonos “inteligentes”’. El Perú monstruoso del siglo XXI está superando las más horrendas ficciones.
El cadáver de García ha sido pateado en el piso por sus enemigos de mil y una maneras, desde el penoso humor con el que algunos pretenden hacer virales sus miserables caricaturas y memes, hasta la desesperación de sus haters que, sin García en el escenario, deben inventarse a otro fantasma para dar sentido a sus cotidianas miserias. Hay quienes han criticado ácidamente que siquiera se haga llegar condolencias a su familia y partidarios; otros lo han comparado con Adolf Hitler, en una muestra visceral de ignorancia, odio y confusión sin precedentes.
Alan García fue un animal político, de aquellos que ya no hay ni en el Perú ni en el mundo: químicamente puro, de oratoria feroz, de ego colosal. Con sus grandezas y sus miserias, con sus luces y sus sombras. Hasta su fatal decisión, la de quitarse la vida, fue un acto eminentemente político en todo el sentido de la palabra. Hace cinco meses, ante la inminencia de un arresto con el claro objetivo de someterlo a un linchamiento mediático con todos los reflectores apuntándole, García ya había decidido quitarse la vida antes de pasar por tal humillación. Dejó una carta a sus hijos explicando los motivos de su decisión. Su testamento político fue dirigido en verdad a todo el Perú, y sus enemigos fueron lapidados con una frase que pasará a la historia, esa que se escribirá alrededor del año 2100, cuando ya todos los testigos de estos tiempos seamos polvo inmortal: “Dejo mi cadáver como una muestra de desprecio hacia mis adversarios”.
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