Carlos Adrianzén
Optimismo con fundamento
No somos ricos ni nos gobernamos bien

Acercándonos al Bicentenario, nuestra historia no deja de restregarnos lo que somos hoy. Que somos otra nación maravillosa, empobrecida y que no deja de subdesarrollarse. Claro que tenemos muchos motivos para ver el vaso medio lleno. Pero el punto de declive al que hemos llegado con el actual Gobierno nos enfrenta al reto de dejar el vaso lo menos vacío posible y transitar hacia una sociedad menos pobre y más dinámica. Y aquí, por supuesto, también podemos autoengañarnos.
Destacar, por ejemplo, cuánto ha crecido –cinco veces– nuestro producto por habitante (en dólares constantes) a lo largo del último siglo. O usar el índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que se ha elevado en 0.15 puntos (desde que se publica en 1990), y así quedar autocomplacidos. Estos detalles aislados servirán, sobre todo, si nos comparamos con el oscuro promedio latinoamericano.
Bajo esta misma visión podemos seguir olvidando que anualmente el aludido índice peruano crece mediocremente (cerca del promedio mundial); que nuestro puesto 82 en el ranking global de desarrollo humano está lejos de los de los países desarrollados; o que nuestra ratio del producto por persona bordea el 10% de la norteamericana. Y lo que resulta más importante: que este indicador de desarrollo relativo resultaría un 12% menor que el estimado para un siglo atrás.
Podemos, pues, repetir y hasta creer que somos ricos, y continuar mirando exclusivamente el corto plazo, omitiendo indicadores que demuestran que estamos subdesarrollándonos consistentemente. Pero justamente por todo esto, si queremos pasar a ser optimistas con fundamentos, resulta clave ponderar lo que debimos haber aprendido –y penosamente no lo hicimos– de nuestra historia.
Me refiero aquí a cuatro puntos: (1) que no somos ricos; (2) que no nos estamos gobernado bien; (3) que nuestras instituciones resultan disfuncionales porque están masivamente corrompidas; y que, por todo lo anterior, (4) nuestros electores –racionalmente– votan irracionalmente.
En primer lugar, es menester aceptar que, temiendo bajos productos per cápita e índice de desarrollo humano, somos pobres. Que la pobreza de nuestro pueblo no se resuelve redistribuyendo miseria con subsidios, expropiaciones o mayor gasto público. Y que como nuestros ingresos resultan exiguos hoy, no existen recursos fiscales para ofertar servicios básicos (de salud, educación, seguridad ciudadana o de corte previsional) a niveles siquiera aceptables. Entender esto es el punto de partida. No solamente para ponderar la magnitud del esfuerzo pendiente, sino también para priorizar agresivamente la inversión de privados en todos los ámbitos que resulte posible, y para subrayar la importancia de restablecer prioridades.
El segundo punto resulta hoy crucial. El llamado modelo económico y hasta la Constitución Política de 1993 han sido completamente avasallados. Desde los días de Ollanta Humala a la fecha, nos estamos gobernando tan mal como gobernó a Chile la señora Bachelet, en los gobiernos liderados por la Nueva Mayoría o el Frente Amplio; o como gobernó al Brasil el presidente Lula da Silva, con el corrupto partido de los Trabajadores. Como ellos, reducimos libertades e irrespetamos libertades privadas creciente y consistentemente. Esto, sin siquiera aceptar el discreto tránsito hacia las desastrosas ideas marxistas en todos los planos de nuestra economía.
Este tránsito, nótese, se realiza declarando que se respeta el modelo económico y tolerando el avance de la corrupción, vía la inflación del gasto estatal, manteniendo instituciones disfuncionales (policía, fiscalía y judicatura) y desmantelando libertades vis a vis con traba a las inversiones privadas (irrespeto a la propiedad privada). Después de todo en el Perú de hoy resulta popular hasta una descarada expropiación indirecta a millones de trabajadores en el sistema previsional privado (las AFP). No es casualidad que hayamos entrado en una severa crisis económica y epidemiológica aplicando un shock de trabas burocráticas irracionales e ingresando en una crisis fiscal extrema.
En un país donde cada ciudadano es educado por la izquierda local (bañados en verdades a medias y creencias irracionales) –depuraciones burocráticas y mediáticas aparte–, no resulta irracional votar por quien ofrezca lo que les refuerce estas ideas y creencias, dado el incremento de la corrupción y la incapacidad factual de la burocracia. Nos guste aceptarlo o no, la gente cree –desde Jacinto Lara hasta Canto Grande– que somos ricos (siendo pobres); que los controles de precios son justicieros (aunque resulte sinónimos de corrupción y desabastecimientos); que existe un déficit de Estado (a pesar de que este extrae religiosamente un tercio del producto nacional cada año); o que hay que ampliar a rajatabla la base tributaria (aludiendo a que los formales no pagarían impuestos suficientemente).
Este baño de verdades a medias y creencias irracionales cierra el círculo. Como lo han hecho las dictaduras en Cuba o Venezuela, en cualquier nación donde opera un autócrata inescrupuloso basta con polarizar, controlando medios y ejerciendo cada vez mayores controles burocráticos. Cuadros extremos de recesión, desatención social o la caída de la economía serán defendidos por activistas asalariados o tolerados por la masa. Aunque algunos se preguntan si esto es cierto o no en el Perú actual, lo cierto es que solo pocos habrían aprendido o querrían aprender. Por todo esto, para ser optimistas con fundamento hoy hay que trabajar desnudando ideas y creencias. Y esto es posible. La gente –desde Jacinto Lara hasta Canto Grande– es emocional, pero no es tonta.
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