Raúl Mendoza Cánepa
Nunca más otro Pedro Castillo
No debemos volver a los linderos del abismo totalitario

Pedro Castillo no fue un fenómeno accidental; pudo haber sido Antauro Humala, si lograba su excarcelación años antes. El problema del Perú es que cuando pudo hacerlo no planteó las reformas políticas que aseguren la exclusión de toda opción antidemocrática. Una de ellas el replanteamiento de la regionalización desde su raíz: la exclusión de los movimientos regionales de toda competencia por las regiones, lo que debiera empatar con el fortalecimiento de los partidos políticos.
La norma actual facilita a los movimientos radicales de izquierda el acceso a una parcela de poder que les permitirá más tarde reunir las condiciones para saltar a una competencia nacional (como sucedió con Perú Libre). Si excluimos a los movimientos, los partidos tendrían que tener un régimen más riguroso para constituirse a nivel nacional. De ser así, la competencia a escala regional, sin el lastre de los movimientos, induciría a una mayor dinámica de los comités provinciales.
Si los partidos obtienen un empoderamiento regional es recomendable que operen mecanismos de control constitucional, como la exclusión en la competencia de aquellos partidos que por su composición, acciones e ideario expresen la intención de usar la democracia para destruirla desde el poder. En Alemania, el artículo 21 de la Ley Fundamental establece que "son inconstitucionales los partidos que, por sus fines o por la conducta de sus seguidores, persigan menoscabar o eliminar el orden fundamental democrático libre o poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania". Y añade que "corresponde al Tribunal Constitucional declarar dicha inconstitucionalidad".
Sin ese déficit normativo no habría que temer una segunda vuelta que coloque al Perú al borde del abismo. Pero actualmente no se inhabilita políticamente y a perpetuidad a los corruptos, homicidas, violadores, terroristas y otros que, aun con condena cumplida, pretendan adquirir una cuota de poder.
La Constitución peca de ingenuidad cuando en el artículo 139, inciso 22 establece que el régimen penitenciario tiene por objeto la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad. El objeto debiera ser la prevención social, o esa debería ser la finalidad de la condena, lo que tiene una consecuencia: que quien fue condenado tiene el derecho de integrarse al trabajo. Pero eso es distinto a facilitarle el camino al manejo del poder público, que sería como darle a un sentenciado por violación de menores la dirección de una escuela. La garantía del individuo nunca puede prevalecer sobre la garantía social. Si el Tribunal Constitucional no analizó bien su fallo que habilitó a los terroristas para integrarse a la función pública, al gobierno y al mandato parlamentario, no cumplió con asegurarle al país la continuidad de ese orden democrático constitucional que debe proteger.
Por lo pronto, hay extremismos antidemocráticos por convicción, pero los hay por prebendas o pactos políticos, lo que se constituye como una desnaturalización y abuso del mandato no imperativo de los congresistas. Bien vendría una reforma que sancione a aquel partido que esté integrado al menos con un solo congresista que venda su voto. Quizás la suspensión para participar en contiendas electorales por cinco años, siempre que sea el Jurado Nacional de Elecciones –por imputación del Tribunal Constitucional– el que lo proponga. Allí sí vamos a ver filtros de precandidatos muy activos en los partidos.
La jurisdicción constitucional debe ser determinante, aún por encima de la jurisdicción electoral. Nada puede imponerse a la suprema interpretación de la Constitución. La normativa electoral no es fundamental, a lo que sigue un fundamento lógico, porque la Constitución sí lo es.
El Perú estuvo a punto de caer en la órbita del totalitarismo socialista; pero perdónese la frase, el “estuvo a punto” fue el mantra durante dos décadas. Y en 2021 ese “estuvo a punto” nos traicionó, porque nos hizo bajar la guardia durante veinte años. Si los votantes eligen en 2026 a un partido democrático liberal y le da una mayoría clara, habrá reformas políticas lo suficientemente profundas para nunca más tocar los linderos del abismo.
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