Jorge Varela
Los que eligen morir entre el dolor y la nada
El debate sobre la eutanasia y el suicidio

Mario Vargas Llosa ha publicado una columna en el diario El País de España, titulada “El derecho a morir”, donde expresa que este derecho es inseparable del “derecho a vivir”, tesis defendida por los sectores liberales a los que él adscribe. Para nuestro Premio Nobel la postura favorable a la eutanasia aprobada por el Congreso de los Diputados de España es una señal de progreso y civilización. En la columna mencionada reafirma que la actitud de la sociedad civilizada, en estos casos excepcionales, debería ser “respetar el ‘derecho a morir’, la contrapartida inseparable del ‘derecho a vivir’ que elige la enorme mayoría de los seres humanos”.
Vargas Llosa reconoce que hay enfermos terminales para los cuales la vida es el infierno, pues una ley los obliga a vivir. Es decir, a morir mil veces cada día, hasta que ese suplicio termine cuando mueran de ‘muerte natural’. Constituyen una minoría, según expone, no son muy numerosos; pero sí conforman algunas decenas de miles o acaso hasta centenares de miles en el mundo entero. (“El derecho a morir”. El País, 2 de enero de 2021).
La opción por la nada
Este reconocimiento del derecho a morir nos permite pensar que el autor de “Tiempos recios”, “La tentación de lo imposible”, “La ciudad y los perros”, entre tantas obras literarias de alto vuelo, no está de acuerdo con su colega William Faulkner, cuando el norteamericano escribiera (en su obra “El ruido y la furia”), que: “entre el dolor y la nada, elijo el dolor”.
Vargas Llosa va más allá y aboga también por ‘el suicidio asistido’. A su juicio, “el problema es más vasto que el de una reducida minoría”. Enseguida pregunta: “¿puede la sociedad oponerse a quienes, sin estar doblegados por una enfermedad, quieren ejercer el ‘derecho a morir’?” Desde su punto de vista, “una persona, en plenas facultades, puede decidir que la vida tal como es no justifica la existencia”. “No es mi caso, desde luego, ni el de la inmensa mayoría. Pero hay, ha habido y habrá siempre gente que ve en la muerte una solución a sus problemas. En la inmensa mayoría de los casos, estas víctimas no necesitan pedir ayuda para tragar un veneno, estrellar un auto contra un árbol, o, como hizo un primo mío, lanzarse al abismo desde los farallones de Barranco”. “Que ellos existan no significa necesariamente que anden mal las cosas en este mundo, aunque para muchos esto sea una verdad”. (artículo “El derecho a morir”)
En un esfuerzo por morigerar su enfoque liberalista expresa que “el derecho a vivir no se ve amenazado por el derecho a morir, más bien reforzado, porque no hay nada como la referencia de la muerte para apreciar las infinitas riquezas de la vida”.
La crueldad de elegir
Cuando la australiana Cory Taylor sintió la cercanía de la muerte escribió: Morir. Una vida, (su libro de memorias). En 2005 le habían diagnosticado un melanoma en fase 4 en una pierna, el que más adelante llegó al cerebro. Las reflexiones sobre la muerte que Cory Taylor va entretejiendo son directas y transparentes, (comienza contando que tiene guardado un fármaco chino para la eutanasia). Morirse no es fácil, dice, “pero no echaré de menos morirme. Es con diferencia lo más difícil que he hecho nunca, y estaré contenta cuando acabe”. Tampoco es fácil suicidarse. Ser consciente de la proximidad de la muerte lleva aparejada necesariamente una reflexión sobre ese último acto voluntario. Pero tiene consecuencias, por ejemplo, para la persona que encontrara su cadáver en la habitación de un hotel, que quedaría traumatizada, o para sus familiares, ya que el suicidio tiene ese ‘persistente tufillo a delito’. “Cuando se analizan los posibles escenarios para un suicidio, ninguno de ellos resulta agradable. Y es por ello que estoy a favor de la muerte asistida. Porque, parafraseando a Churchill, es la peor forma de morir, si exceptuamos todas las demás”, concluye.
Para la australiana, morirse es una “retirada de la conciencia hacia el olvido que la precede”. Es inevitable. Pero no por ello es algo que se trate con naturalidad. De hecho es un tabú, sobre todo entre los laicos. Dice Taylor que morirse, para ellos, supone exponer “las limitaciones del laicismo”. Morirse es un acto solitario. “Es la primera vez que me muero, así que en ocasiones me invade el nerviosismo del principiante, pero se me pasa pronto”, dice la autora en un arranque de humor. (Letras Libres, “Lo más difícil es morirse”, 1 de enero de 2020).
Arrojarse al vacío infinito
Tiene razón Cory Taylor en detenerse a cavilar, si la aplicación de la normativa legal genera confusión al instante de resolver determinados casos, pues suscita interpretaciones complejas e impone dilemas morales. Dar a las personas la posibilidad de elegir parece acertado, pero concederla entre opciones que son o pueden ser equívocas y perjudiciales para ellas, es tremendamente cruel y pavimenta la vía hacia el derrumbe psíquico-moral. Esas mismas personas pueden entender que se les exige lo imposible, y luego juzgar que han fracasado en la tarea de vivir. Nadie debería verse expuesto a semejante condición. Nadie debería optar por la nada para huir del dolor. Ni siquiera quien al compartir el verso del mexicano Juan Gabriel haya musitado más de una vez que: “Nunca del dolor he sido partidario” (canción“Abrázame muy fuerte”).
La verdadera dignidad pertenece a la vida, no a la muerte. La muerte anticipada, que es resultado directo de la intervención humana superior que tuerce el curso evolutivo de la naturaleza, es arrojarse al hoyo profundo del vacío infinito.
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