Carlos Adrianzén

Los poderosos incentivos políticos

Para no volver a elegir a demagogos incapaces

Los poderosos incentivos políticos
Carlos Adrianzén
23 de enero del 2018

 

No hace mucho tiempo nuestro país experimentaba los lógicos efectos de aplicar extensivamente la receta de la izquierda mercantilista. La inflación alcanzaba ribetes hiperinflacionarios, la recesión acumulaba tres años consecutivos de contracción, y las remuneraciones, los ahorros privados y las jubilaciones se licuaban en términos reales por efecto de la inflación y devaluación. La inversión privada se contrajo a menos del 10% del PBI y la inversión extranjera registraba un promedio quinquenal cercano al 0% del PBI.

Todo esto, debe recordarse, bajo un entorno de deterioro institucional que abarcaba desde la Policía Nacional y la educación pública, hasta el Poder Judicial y el grueso de los ministerios. Y nótese: aquí no existían de índices de percepción de la corrupción publicados, ni vladivideos, ni Odebretchs denunciados. Todo pasaba piola gracias a la galopante escalada de sus afines ideológicos (Sendero Luminoso y el MRTA). La pobreza, en este aciago entorno, registraba incidencias cercanas al 90% de la población en algunas regiones de la sierra norte (Cajamarca) o sierra sur (Puno), aunque resulte de muy poco buen gusto recordarlo en estos días.

Y recordemos todo con nombres propios. Eran los días del gobierno del joven y agresivo Alan García y de la coalición entre el Apra e Izquierda Unida. El marco constitucional que lo acompañaba era el de la espuria constitución velasquista de 1979, que algunos por voracidad o candidez añoran actualmente. Pero ¿cuáles eran las ideas económicas —e incentivos— de ese desastroso Gobierno? Pues las mismas ideas de moda hoy para un tercio de los electores peruanos. Me refiero —maquillajes retóricos aparte— a las propuestas esbozadas por el cura Arana, las señoras Glave y Mendoza, los señores Guzmán y Barrenechea, entre otros oscuros personajes.

Ellos no solo añoran la constitución impuesta por la dictadura militar de los setentas. Persisten ofreciendo lo mismo que el joven Alan: más burocracia, regulaciones, controles de precios e intereses, una y política monetaria y fiscal ultraexpansiva (con una alta tasa de recaudación inflacionaria), trabas a la inversión privada y extranjera, estatización masiva de los servicios públicos (salud, educación, justicia, et al); y todo lo anterior combinado con subsidios crediticios, tributarios y comerciales para los mercaderes amigos, a nombre de alguna estrategia o proceso de regionalización.

Toda una recatafila de errores económicos elementales orientados a consolidar una sociedad no solo polarizada y totalitaria, sino pobre. Un proyecto de calco de la longeva dictadura cubana. Pero la pegunta del millón para los peruanos de hoy implica otra cosa:

¿cómo hemos venido —discreta pero consistentemente— a recaer en las mismas simpatías políticas que trajeron en los setentas y ochentas tanta desgracia económica?

La respuesta aquí implica romper un dogma muy latinoamericano. Lo político y lo económico van por cuerdas separadas. Por un lado estaría el manejo político; y por otro, el económico. O lo que implica lo mismo: lo político puede configurar solo un ruido para el manejo económico.

Craso error de percepción. Lo político configura no solo la principal restricción cotidiana para la práctica y diseño de las políticas económicas. Su importancia es mucho mayor. Introduce los incentivos prevalecientes en la sociedad. En la práctica implica y determina cómo y a quién elegimos o toleramos. Determina qué leyes prevalecen y cuánta ilegalidad es tolerada.

Diversos fenómenos nos caracterizan y traban: como que los distritos electorales sean uninominales o no, que el voto sea obligatorio (y cualquier habitante vote compulsivamente, careciendo del deseo o de los más elementales criterios ciudadanos) o que alguien que detente poder jamás resulte juzgado —por más flagrante que resulte su accionar— modelan una sociedad que es estructuralmente incapaz de gobernarse bien. Que acumula una clase política y un electorado tolerantes, y que medran con la indolencia y la corrupción. Incapaz, sino accidentalmente, de aplicar políticas consistentes de consolidación del mercado, la estabilidad monetaria o la apertura comercial. Aunque todos sepamos que no existe nación subdesarrollada en el planeta que haya consolidado estos tres planos.

En los noventa, cuando Lima estuvo rodeada por las fuerzas terroristas —y cuando más de un diligente izquierdista local estaba ilusionando con cogobernar con los senderistas— algunos de los incentivos políticos de la izquierda mercantilista se desdibujaron. Así, por azar y necesidad, se logró encarcelar a algunos terroristas, y desde el MEF se aplicaron ciertas reformas de mercado, hoy significativamente revertidas y paralizadas.

Pero ese no es el problema actual. Desde mediados de los noventa a la fecha, en forma silente pero consistente, hemos enervado los viejos incentivos políticos del régimen socialista-mercantilista de los setenta. El colapso de inversión privada peruana contrasta nítidamente este vector.

Esto no se combate con políticas burocráticas fiscales, monetarias o comerciales. Requerimos consolidar un régimen político que no reelija a demagogos e incapaces y que pueda –eligiendo líderes capaces de generar un cambio de rumbo— tomar acciones muy impopulares hoy; como depurar el sector público y construir instituciones capitalistas capaces de consolidar una economía de mercado, abierta y competitiva a secas.

 

Carlos Adrianzén
23 de enero del 2018

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