Darío Enríquez

Lo que arriesgamos en estas elecciones

Aquello que podemos perder cuesta muchísimo recuperar

Lo que arriesgamos en estas elecciones
Darío Enríquez
30 de marzo del 2021


No tenemos tanto como quisiéramos, pero algo hemos logrado en bienestar, prosperidad y libertad en el Perú de hoy, con muchos problemas aún sin resolver, con tantas injusticias que debemos superar y enormes divisiones por enfrentar. Nos ha costado muchísimo salir de las tenebrosas profundidades de miseria, violencia y estatismo en las que fuimos arrojados por el régimen estatista (1968-1990), iniciado por los dictadores militares Juan Velasco Alvarado y Francisco Morales Bermúdez, continuado sin mayores cambios en el modelo por Víctor Raúl Haya de la Torre (Constituyente 1978-1979), Fernando Belaunde Terry (Gobierno 1980-1985) y Alan García Pérez (Gobierno 1985-1990).

Lo que vivimos en el mundo de hoy no solo es una crisis sanitaria global; tampoco se completa el cuadro agregando la consiguiente quiebra económica y crisis social. Hay en verdad un proceso envolvente que define el escenario –acelerándose por la crisis señalada– de una gran batalla cultural. Este gran signo de nuestros tiempos ha venido fraguando poco a poco en el hemisferio norte durante el último medio siglo, pero en nuestros países del sur –en especial nuestra América hispana y lusitana– lleva apenas una década y algo más.

Toda sociedad se construye sobre la base de valores, costumbres y tradiciones. El proceso civilizatorio humano se inició hace 6,000 o 7,000 años. Desde entonces, poco a poco, los valores de vida, libertad y propiedad se erigen como derechos fundamentales en el proceso de evolución cultural, colocando al individuo como sujeto central de esos derechos. No se trata de un proceso pulcro e impoluto, sino atravesado de contradicciones, idas y venidas, conflictos, tensiones, adaptaciones, rupturas y reacomodos. En este largo y complejo proceso de evolución cultural, la religión y la filosofía han tenido un rol extraordinario en la transmisión de valores.

Pero ese individuo es un ser social que forma parte de categorías básicas tales como familia nuclear, familia extendida, vecindad, comunidad, sociedad. El Estado surge como una construcción concertada, con un poder limitado por definición al reconocimiento de esos derechos fundamentales y su eventual protección y defensa. La idea del Estado como un poder omnímodo que otorga magnánimo esos derechos es anticivilizatoria.

Todo eso se sintetiza en nuestro presente, en que esas enseñanzas religiosas y filosóficas forman parte de nuestra cultura sin ser necesariamente confesionales ni académicas. Nadie en su sano juicio, creyente o no, podría cuestionar la validez de los siete últimos mandamientos de la ley mosaica (los tres primeros son referidos a Dios y conciernen solo a los creyentes). Somos lo que somos.

La gran revolución socialista rusa (estatista) –y sus variantes china, norcoreana, polpotiana y cubana, entre otras– implosionó ante los ojos del mundo con la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética y la conversión de China hacia el capitalismo salvaje en lo económico con partido único (comunista) en lo político. El desconcierto inicial de las izquierdas en el mundo se cubrió pronto abrazando las ideas de Gramsci y de la Escuela de Frankfurt, el denominado marxismo cultural. El estatismo fracasó en su intento de imponer economía y política de modo vertical, autoritario, tiránico. Lo que hoy funciona en el mundo es una economía de libre mercado con ciertas intervenciones estatales para atender demandas sociales sin caer en Estatismo (equilibrio posible aunque precario y complejo).

Por ello, las izquierdas volvieron recargadas con una agenda sociocultural que pretende imponer verticalmente nuevos valores desde la coacción, coerción y violencia legal del Estado. Vieron cómo quienes no estaban dispuestos a aceptar imposición estatal en economía y política, si lo aceptaban en temas socioculturales. Una vez que la sociedad cede a esas pretensiones de imposición sociocultural, a las izquierdas les resulta mucho más fácil volver a la idea de imposición vertical en economía y política. Pero no solo a las izquierdas, sino también a una parte de las derechas les conviene este escenario: es el ubicuo mercantilismo que se ofrece como operador por excelencia de esas intervenciones estatales que dejan de ser puntuales y dan forma a un nuevo régimen. El sueño largamente acariciado por fascistas y comunistas se vuelve realidad en un proyecto común: el globalismo.

En nuestro Perú se está librando una de las innumerables batallas culturales que el globalismo propone para extender sus tentáculos autoritarios. La resistencia más importante frente a ello es la raigambre cultural judeocristiana de Occidente, que es uno de los pilares de nuestro sincretismo hispano-andino. Por eso el globalismo viene propagando tanto el relativismo moral como una fobia anticristiana que busca liquidar esa gran base moral de nuestra cultura. Se trata de una suerte de «antirreligión laica» que cuenta con su propia Inquisición del siglo XXI: la corrección política y la cultura de la cancelación de quien se atreva a desafiar a esa antirreligión laica. No es un tema confesional, sino sociocultural.

Para estas elecciones, hay en total 18 candidatos postulando al sillón presidencial. De ellos, solo dos pasarían a una eventual segunda vuelta si –como es altamente previsible– nadie alcanza superar la barrera del 50% de votos válidamente emitidos. Al momento, hay cinco con opción de llegar a segunda vuelta y dos cuentan con nuestra simpatía: Hernando de Soto y Rafael López Aliaga. Sin embargo, solo uno de ellos ha expresado en forma explícita la defensa de valores como vida, libertad y propiedad. Es provida y profamilia.

Por primera vez estamos dejando complejos atrás y podemos defender frontalmente nuestros valores, creencias, tradiciones, diversidad y derechos socioculturales, secuestrados hasta hoy por el (falso) progresismo. Esa defensa se basa en cooperación voluntaria, acuerdos libres y coexistencia pacífica en caso haya diferencias. Si permitimos que un Estado opresor decida tanto sobre nuestra vida o muerte como respecto a nuestros valores familiares y la formación moral de nuestros hijos, ese Estado tendrá las puertas abiertas para intervenir arbitrariamente en todo otro aspecto de nuestras vidas. Nada detendría entonces al estatismo salvaje.

Por otro lado, es crucial no caer en el economicismo liberal utópico, sino reconocer el principio de una economía de libre mercado pero con un sentido social al proponer intervenciones estatales puntuales sin ir contra ese principio. Se trataría entonces de un candidato libertario-conservador o al menos, lo más cercano a ello en esta elección. No hay candidato perfecto, pero si quien se aproxime más a nuestros principios, valores y visión del mundo. Recordemos que la destrucción creativa de las empresas permite que queden las mejores, se reacomoden los actores económicos y con ello se renueve una economía más próspera. Empero, si ese principio se lleva por analogía a lo sociocultural, destruye a las familias y con ello se pulveriza a la sociedad. Si no sucede nada que altere profundamente la evaluación que hemos realizado hasta el momento, nuestro voto será por Rafael López Aliaga.

Darío Enríquez
30 de marzo del 2021

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