Martin Santivañez

Las masas y el terror

En un entorno de corrupción sistémica

Las masas y el terror
Martin Santivañez
29 de noviembre del 2018

 

Lo propio de las revoluciones jacobinas es la imposición del terror. El jacobinismo actúa fomentando la cultura de la sospecha y apuesta por la destrucción total de sus enemigos políticos a través de falsos procesos judiciales revestidos con una pátina de legalidad. Estos juicios populares suelen ser apoyados por masas golpistas ansiosas de sangre y revancha.

La liquidación de la clase dirigente es el anhelo de los pueblos que en vez de liderazgo solo han experimentado traición o indiferencia. El terror solo es efectivo en sociedades abonadas por el resentimiento y la anomia, y cuando la mecha prende en entornos así, el fuego tarda en apagarse. Las masas soliviantadas por un discurso rupturista son dirigidas por una elite revolucionaria cuando se arman estos momentos jacobinos, capaces de destruir un sistema para implantar otro, ejecutando a la elite para dar paso a un nuevo orden social. Esta es la historia de la civilización occidental, y nada nos hace pensar que la historia cambie su corsi e ricorsi por particularismos nacionales.

El fuego tarda en apagarse, pero se apaga. Y cuando lo hace, cuando cesa el momento jacobino, el mismo pueblo que jaleó a los miembros del comité de salvación pública decide que ellos también deben perecer por sus excesos. Así, la revolución termina devorando a sus propios hijos. En este punto, el camarada Cronos es inexorable: el pueblo siempre busca responsables. Y cuando los responsables de la clase dirigente han perecido por su ingenuidad, su torpeza o su plena responsabilidad, las masas asestan el golpe a los que han ocupado su lugar.

El que dirige siempre es culpable, según esta lógica maniquea que se apodera de los pueblos en los instantes de crisis y perversión. La suplantación de una clase dirigente se caracteriza por el enfrentamiento entre dos cosmovisiones distintas o por la simple voluntad de poder. En cualquiera de estos casos, la revolución es el método y el exterminio la estrategia operativa.

Con todo, el terror siempre tiene fecha de caducidad. Mientras dura se multiplican sus profetas, y el comité de salud pública actúa como la conciencia moral de la nación. Las penitencias que emanan de esta inquisición laica son avaladas por esa psicología de masas que solo se sacia cuando el sistema ha sido destruido. Cada cierto tiempo el discurso antisistema desemboca en la pulsión revolucionaria, y más cuando se vincula a un entorno de corrupción sistémica. Para conjurar el momento jacobino es preciso que la clase dirigente asuma su papel y gobierne. De lo contrario, será reemplazada o diezmada por las fuerzas del radicalismo revolucionario. O gobiernan o perecen, tal es la disyuntiva.

La clase dirigente debe conjurar el terror con recursos económicos, respuestas sistémicas y discurso político. Mientras el terror campea a sus anchas, genera caos y delaciones premiadas. Y aunque la actual clase dirigente perezca por sus torpezas, ingenuidad o incapacidad para responder, más temprano que tarde Robespierre y los suyos caerán hundidos por sus propias contradicciones, jaleados por los que hoy los aplauden. Porque nada es más volátil que la esquiva voluntad popular.

 

Martin Santivañez
29 de noviembre del 2018

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