Darío Enríquez

La mala leche de la tecnofobia en el mundo de hoy

La mala leche de la tecnofobia en el mundo de hoy
Darío Enríquez
21 de junio del 2017

Divinizando lo natural y estigmatizando lo artificial

Para quienes algo hemos estudiado sobre el tema, no es sorpresa lo fácil que resulta armar fake-news explotando la natural tendencia tecnofóbica que flota en el ambiente. Pese a los evidentes beneficios que han llevado a nuestra humanidad a cuotas inimaginables de bienestar y calidad de vida, hay una visión negacionista del rol que la ciencia y la técnica han jugado en este despegue impresionante, verificable en los últimos quinientos años. Este negacionismo es una de las formas miméticas más frecuentes que toma el progresismo anticapitalista en su terca insistencia por torcer la realidad. Así, la tecnofobia es definida como la tendencia a negar las virtudes del progreso tecnológico, oponiéndose irracionalmente a los frutos de la ciencia aplicada y la industrialización. Esto es particularmente virulento cuando se trata de industria alimentaria, tanto agricultura tecnologizada como alimentos procesados por la industria, incluyendo los transgénicos que —siendo excelentes propuestas para los problemas alimentarios de nuestro mundo— son vapuleados desde la ignorancia mediática y la superstición social.

Somos testigos de una absurda campaña de demolición mediática contra la industria alimentaria peruana. Si bien son los directos competidores de Gloria —es decir Laive y Nestlé— los que, según muchos indicios, estarían dirigiendo esta campaña para someter “en la mesa” a un competidor al que no pueden batir “en la cancha”, parece que no se percatan de que ellos también serán perjudicados y arrastrados por esta irracional ola anti industrial alimentaria.

Es patético apreciar cómo se ensalza en extremo la leche “pura” de vaca, la “recién salidita” del establo, supuestamente operada por diligentes granjeros que trabajarían artesanalmente en el idílico ambiente del campo, con mariposas y florecillas. Pero no se dice que esa leche “natural” estaría contaminada con estiércol y agentes patógenos, cuando no cargada de enfermedades de alta mortandad, como la fiebre malta, la tifoidea, la hepatitis, etc. Hoy esas enfermedades están controladas gracias a la “maldita” industria y sus máquinas “inhumanas”, que disponen la leche eficazmente para el consumo humano. Sin pasteurizar, tanto leche como jugos u otros productos son potenciales transmisores de todo tipo de gérmenes.

Haga la prueba de dejar en la alacena un kilo de arroz ordinario (el ordinario de hoy) y otro kilo de arroz biológico, orgánico, cultivado con abono natural y sin pesticidas. A las dos semanas el primero —tan ordinario él— mantiene intactas todas sus características para el consumo humano, en tanto que el segundo está lleno de gorgojos. Desde muy niños nos decían que comer mucha miga de pan producía lombrices parásitos en nuestro estómago, que por eso deberíamos purgarnos cada tres o seis meses para expulsar esas lombrices. El parasitismo era generalizado. Todo ello en razón de la contaminación “natural” de la harina de trigo. Hoy, ese problema y otros similares no existen gracias al proceso industrial de esa misma harina, gracias a la tecnología alimentaria que la hace llegar hasta nosotros con elevados estándares de calidad y mínima contaminación.

Se ha escrito horrores en referencia al “escándalo” Pura Vida. Tanta insensatez llega a ser deprimente. Todos los alimentos industrializados han pasado por tan riguroso proceso que apelar al tema de natural versus artificial es insubsistente. No tiene mayor lógica. Hasta la leche que solo ha pasado el proceso de pasteurización ya se ha alejado lo suficiente de su composición original. Y si se insiste en no agregarle aditivos preservantes, pues entrará en descomposición muy rápidamente, causando molestias y hasta enfermedades en los consumidores. Cuidado.

Los alimentos industriales tienen una composición final no sólo por efecto de agregados, sino también por el propio contenido de sus insumos más importantes. La vitamina C de los jugos de naranja no corresponde generalmente a agregados, sino que proviene de la propia naranja. Esta composición nunca es estrictamente fija, sino que responde a una serie de requerimientos y exigencias del propio proceso industrial y del mercado. Por eso cada componente puede tener diversos márgenes hacia arriba y hacia abajo, manteniendo el producto final sin mayores diferencias. Es lo que sucede en la industria alimentaria, y es lo que tienen en cuenta los organismos verificadores privados o estatales. Por eso casi todos los jugos juegan con adicionar jugo de manzana (siempre barato y disponible) para compensar una afectación del insumo principal (fresa, pera, naranja), ya sea por escasez o por incremento de precio. Lo mismo sucede con las mermeladas de fresa, que suelen usar concentrado de tomate para compensar. También se usa la miel de maíz para situaciones similares, lo mismo que para endulzar o dar mayor viscosidad. La cerveza compensa eventualmente elevaciones en el precio de la cebada, con un porcentaje de maíz. El famoso jugo “natural” Tropicana u otros similares tienen casi tanta azúcar como una Coca Cola y a veces más. Ni hablar de los embutidos, cuyo componente principal usa el nombre de “carne industrial”, para referir una mezcla de diversas carnes que no se comercializan directamente y hasta se rechazan en el Perú (burro, caballo, búfalo, vísceras de todo otro animal comestible, etc.).

Se han alzado voces de protesta para exigir información, composición e ingredientes de los productos alimenticios industriales. Pero casi todos tienen etiquetado claro y la mayoría de gente no los lee. Si leyeran, se darían cuenta que los “saludables” yogures en el mercado peruano (y mundial) tienen más azúcar que una Coca Cola. Si queremos tener información y afiches, pues los productos agrícolas “naturales”, que no usan pesticidas ni abonos “artificiales”, deberían tener un afiche: “Esta planta se alimenta de excremento animal”. Porque eso suele ser el abono “natural”. Debemos saber que la carne vacuna que se vende en supermercados no es “de vaca”. En verdad casi nunca es de vaca, porque los animales que se sacrifican son sobre todo los machos. Tampoco son toros, sino la variedad cebú, primos hermanos de las reses ordinarias. Tienen una joroba y son mucho más productivos. Además, para el engorde final, en sus últimas semanas se les alimenta de un compuesto llamado “gallinaza”, cuyo componente principal es el estiércol de pollo. ¿Los falsos defensores del consumidor también exigirán afiches así: “Este cebú fue engordado con excremento de pollo”?

Hay conceptos y soportes científicos a estas y otras prácticas, rigurosamente manejadas por la industria alimentaria. Podemos apreciar que es sumamente fácil aprovechar una potencial espectacularidad mediática para satanizarlas. Sin embargo, si reflexionamos al respecto, lo que encontramos más allá del amarillismo periodístico es totalmente contrario. Cada día vivimos mejor. Nuestra calidad de vida mejora día a día. Nuestra esperanza de vida no ha cesado de incrementarse desde los 48 hace medio siglo a los 78 de hoy. Hemos empezado a sufrir de enfermedades asociadas a la longevidad porque ya dejamos atrás las enfermedades que nos hacían morir muy jóvenes. Esa es la realidad. La industria alimentaria ha contribuido en modo fundamental a estos logros. Negarlo es necio.

 

Darío Enríquez

Darío Enríquez
21 de junio del 2017

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