Milko Ibañez
La falsa salida autoritaria
Lecciones históricas para el Perú

El otro día, conversando con unos amigos –todos ellos muy inteligentes, bien educados y exitosos en sus actividades profesionales o empresariales– escuché nuevamente un consenso: que el Perú no necesitaba una democracia, sino un dictador. Como si no existieran múltiples ejemplos a lo largo del tiempo, en distintas geografías y poblaciones, que demuestran que ese “remedio” no funciona y nunca funcionó.
Uno de ellos sostenía que no todos debían votar, que el sufragio debía ser un privilegio reservado a una élite, y que esta sería la encargada de elegir al líder; según él, así era en Grecia, una especie de dictadura de minoría. Pero no fue así: en la Grecia clásica se usaba la klerotería, una suerte de democracia por sorteo para equilibrar la elección, en la que participaban ciudadanos comunes. Ese mecanismo se empleó en muchos países para diversas decisiones, aunque nunca para elegir al presidente.
Les ofrecí algunos ejemplos pertinentes para el caso peruano. La élite alemana que abrió paso a Hitler era infinitamente más culta y refinada que la peruana. Las élites venezolanas previas a Chávez eran mucho más ricas y educadas que las nuestras. Lo mismo ocurrió con la élite soviética que entregó el poder a Stalin y al Politburó, con la iraní de la época del Sha Reza Pahlavi –occidentalizada y altamente instruida– o con la Argentina de Perón, donde hasta los taxistas podían dar cátedra universitaria. La China de Puyi, su último emperador, era un sistema elitista y cultivado; la Roma de Julio César era una sociedad culta y jerárquica hasta que el cruce del Rubicón y su ambición de perpetuarse como dictador rompieron el Estado de derecho. Estos son solo algunos casos.
El progreso y el desarrollo no se alcanzan con un iluminado –que nunca lo es–. Sí, existen algunos ejemplos de países muy pequeños que cedieron sus libertades públicas y hoy parecen vivir mejor, pero son excepciones: territorios mínimos, altamente manipulados por la propaganda del autócrata, que además espantan a la inversión extranjera real y duradera (no la oportunista, como en Cuba o Venezuela con China, Rusia, Irán o algunos cleptócratas occidentales).
La autocracia es siempre la antesala de la dictadura, sea de derecha o de izquierda (términos que, a mi juicio, ya son obsoletos). Y quien concentra el poder absoluto termina inevitablemente corrompido por él, tan inexorablemente como opera la ley de la gravedad.
Entonces, la pregunta es: ¿acaso no existe salida a la crisis de la democracia actual? ¿No hay un antídoto contra la propaganda efectiva de los regímenes autoritarios que buscan socavar los valores occidentales como la democracia? La respuesta está en el mismo sistema y en la capacidad de los líderes políticos de renunciar a privilegios en nombre de la grandeza y la visión de Estado.
Eso significaría un líder o movimiento que llegue al poder con una agenda clara: ampliar los periodos de gobierno a diez años sin posibilidad de reelección, aplicable recién después de su gestión; eliminar la inmunidad presidencial y parlamentaria; establecer la “muerte electoral” (la pérdida permanente de derechos políticos) para quienes no paguen impuestos, cometan delitos contra el Estado de derecho o la administración pública, o para jueces que prevariquen; instaurar el voto voluntario; establecer que si en primera vuelta no hay mayoría absoluta, el primer ministro sea el líder de la oposición obligado a aplicar el programa del ganador; y que todo esto quede aprobado por el Parlamento el mismo día del mensaje inaugural.
¿Y qué pasaría si, una vez elegido, este líder no pudiera concretar esas reformas? Entonces, en vez de dar un golpe de Estado y situarse fuera del orden constitucional, debería renunciar y convocar a nuevas elecciones. Todavía no se ha inventado un sistema mejor que la democracia, aunque la propaganda rusa y china insistan en lo contrario.
Sin democracia no hay libertad. Puedes hablar entre amigos o familiares creyendo que eres libre, pero la verdadera libertad –como dijo Hannah Arendt– se prueba en el ámbito público. Es allí donde tu opinión puede influir y tener peso, y depende de ti ejercerla… a menos que no quieras tenerla.
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