Manuel Aliaga

Espejismos anticorrupción

Sobre los usos políticos de una narrativa progresista

Espejismos anticorrupción
Manuel Aliaga
06 de junio del 2021


La lacra de la corrupción es una infección crónica de la que ni quienes se mercadean como “los buenos” están libres.  Lo hemos comprobado hasta la náusea, especialmente durante el último par de décadas. Hemos visto a la propia lucha contra este mal endémico, y contra sus causas, corrompida repetidas veces por intereses espurios. Una lección que ya deberíamos tener aprendida es que nuestros más preclaros denunciadores de las podredumbres ajenas a menudo terminan, ellos mismos, desnudos y con sus mugres en vitrina. 
 

Hasta en la sopa

Aparte del impacto mediático —superficial, sesgado y efímero— de los grandes escándalos, es la corrupción cotidiana, de alcance pequeño e intermedio, la que socava de manera más insidiosa la calidad de nuestra convivencia. Todas esas sacadas de vuelta, esas pequeñas trafas, esos manoseos bajo la mesa, ese mirar a otro lado, ese ganarse alguito, nos pasan una enorme factura diaria en términos de confianza ciudadana.

Pero nadie se atreve a calcular su costo. Nadie habla de esa suciedad nuestra de cada día, de sus causas y consecuencias —ni siquiera nuestros más recorridos, críticos y suspicaces expertos en “realidad social”. Si alguno levanta la voz, solo es para airear la criollada del adversario político.

Sin embargo, es en esa inmoralidad pequeña y “aceptable” —en esa habitual ilegalidad de barrio— donde se encuentra la madre de todos los vicios, y no al revés. Porque, parafraseando a Cristo, “El que es infiel en lo muy poco, es infiel también en lo mucho; y el que es injusto en lo muy poco, también es injusto en lo mucho” (Lc 16:10).

Mitología progre 

Pero “los buenos” de nuestra vida cívica difunden de taquito, y mirando hacia otro lado, la sandez de que la gran corrupción política es, casi casi, el mayor de nuestros males. El imaginario clasista y racista aporta su granito de arena, y la presenta como esencialmente “pituca”.  En esta mitología políticamente interesada, no existiría ninguna otra corrupción, y si la hubiere sería moral o socialmente irrelevante, solo una manera en que “los marginados” se hacen justicia por mano propia. 

Según esta narrativa, y en contra de nuestra experiencia cotidiana e histórica, la gran corrupción política (real, exagerada o sospechada) es la prueba de fuego por la que debe pasar “toda” candidatura respetable. Pero los promotores de esta teoría la aplican, otra vez, solo a una de las candidaturas —la que congrega a sus adversarios políticos. Llevan dos décadas vendiéndonos, y nosotros comprando, la especie —para ellos útil— de que es así como se hace patria.

¿De qué “mafia” hablan “los buenos” en campaña, al referirse a sus viejos enemigos políticos?  ¿Es que quieren borrar de nuestra “memoria” la historia real de las últimas décadas? Como si a estas alturas no nos constara (propaganda “buenista” aparte) que, como Pedro Grullo diría, corruptos ha habido, hay, y seguirá habiendo en todos lados. 

Pisemos tierra

Ya estamos viejos para tanta simpleza, por más rentable que durante años les haya resultado.  La trafa cotidiana, las acusaciones verdaderas o falsas, y las condenas justas o injustas por corrupción no son ni serán novedad. Nuestra experiencia en este tema es bastante más larga y complicada que la telenovela mojigata que nos pintan.

Sabemos que el combate contra la corrupción a menudo pierde credibilidad de la mano de vendettas políticas, y que el tema no se resuelve con destapes mediáticos, escándalos espectaculares o indignaciones selectivas. “Los ricos” también lloran y “los pobres” también roban —y los restantes ídem.  Y no hay en ello ninguna justicia poética que tolerar, sino solo una pesada cruz autoimpuesta que cargamos porque queremos. 

La corrupción grande, mediana y pequeña es, y seguirá siendo, una infección endémica que a veces se inflama y parece una gangrena purulenta, y que otras veces conseguimos aliviar un poco.  Solo una labor paciente, rutinaria, sostenida, especialmente desde la educación cívica de los niveles pequeño y mediano de la vida social (hoy olvidados), podría tener un impacto de largo aliento.

Nostra máxima culpa

Pero como sociedad no hemos querido ni siquiera intentar darle una solución seria al problema.  No hemos atacado las causas de la infección sino, a lo mucho, solo sus síntomas más vergonzosos —y únicamente cuando resulta políticamente conveniente.  Hagámonos pues la idea de que seguiremos sufriéndola.  

Por supuesto, habrá que seguir persiguiéndola y vigilando también a sus perseguidores.  Pero ajustemos nuestras expectativas y sepamos que solo estaremos apagando, aquí o allá, los incendios más notorios. Sepamos también que puede que el incendio que vemos solo sirva para ocultar el desfalco que no vemos. Porque mientras tratemos de encarcelar al gato, los ratones seguirán de parranda, el robo “micro” seguirá siendo negocio, y el costo social de esta “pequeñez” —que hace escuela— seguirá acumulándose.

Una lucha honesta y transformadora contra la corrupción rebasa de lejos las capacidades de cualquier partido político aislado —peor aún con los “partidos” que tenemos. Y nadie está para darse aires de limpieza. Pero mientras no empecemos a hablar como adultos, seguiremos contribuyendo, por acción u omisión, a las condiciones que perpetúan esta situación. Que nuestros historiadores, sociólogos, antropólogos y otros opinólogos de cabecera no salgan a proclamar esta verdad desde las azoteas delata la vacuidad de muchos de los que, inexplicablemente, se creen “parte de la solución”.

Pretexto para borrarnos la memoria

La corrupción nunca fue nuestro único problema —ni siquiera el principal. Y todo indica que seguirá rondándonos durante mucho tiempo. Dejémonos pues de tanta obsesión hueca.  Mientras no tengamos en marcha un proyecto serio, la alharaca anticorrupción no será sino una herramienta de politiqueros para atarantar a los cándidos.

Mientras tanto, existen también otros problemas de los que no nos podemos distraer. Hace cuatro y tres décadas nos tocó enfrentar problemas infinitamente más graves, en los que se nos iba nada menos que nuestra existencia y continuidad como aquel viejo Perú que estuvo en el origen mismo de América. Pero incluso desde el fondo de la lamentable escasez de recursos, supimos encontrar maneras de enfrentar esos problemas con relativo éxito. Echemos manos de nuestra creatividad, y no permitamos que los dueños de la narrativa dominante nos digan qué es lo podemos recordar y cómo, ni qué problemas merecen nuestra atención y cuáles no tanto.

Manuel Aliaga
06 de junio del 2021

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