Carlos Rivera
El virus del amor
Una crónica personal y literaria
Las tempestades del corazón y las enfermedades ocurren cuando uno menos lo espera. Como deben ser los malestares y las cuitas de amor. Llegan como un viento mañanero y acaban como un huracán destruyéndolo todo. Mi cuerpo sucumbía a los virus que me aquejaban y otras veces el amor trituraba mis ínfulas de buen amante.
Recuerdo ese triste amor de juventud que decidió dejarme para dedicarse a los estudios. Justo devoraba la Amada inmóvil de Amado Nervo y traté de escribir la gran obra de mi tragedia sentimental. Quería —a pesar del dolor— ver la final del mundial de Francia 98. No comía. Esperaba que ella recapacitara. Arrebujado en mi cama pasaba los días oyendo una cursi canción de Enrique Iglesias («Nunca te olvidaré»). No logré escribir nada. Solo paría lágrimas de agrios sabores y una maldita rapada de la cabeza justificando ante mis amigos un repentino fanatismo por las jugadas de Ronaldo Nazario.
Sorprendí a un viejo amor mientras ella devolvía Poemas humanos de César Vallejo a la Biblioteca César Guardia Mayorga de la Universidad Nacional de San Agustín. La interrogué por su majestuoso gusto mientras ella veía como un amigo en común del salón avanzaba con su mochila rumbo a la puerta principal. Me enamoré de ella y me volví más vallejiano que nunca. Retomé el libro César Vallejo. Vida y obra de Luis Monguió y algunos ensayos de Julio Ortega pensando en sorprenderla con mi «sabiduría libresca». La esperaba a la salida de clases para poder hablar de poesía pero ella sonreía apurando el paso dando vivas a mi perorata literaria (que tontamente pensé podía encandilarla). En realidad, no reía por mis palabras, el «amigo aquel» atravesaba raudo el lugar y ella encendía sus ojos de puro nerviosa. «Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí...» La poesía no puede hacer gran cosa cuando no le gustas a la chica de tus sueños. Un día me emborraché en un barcito junto a varios compañeros de la carrera quienes celebraron mi estoicismo al decirle que la amaba a los cuatro vientos. Ella seguía mirando al «amigo aquel» sentando frente a mí y yo bebía mi copa de ron pensando en sorprenderla al día siguiente con un libro de Rubén Darío. Con el «amigo aquel» forjamos una sólida amistad de casi cinco años. A ella dejé de verla por un largo tiempo. Un día nos encontramos por la calle y acordé visitarla e intenté conquistarla con una mejor argucia: llevarle mermelada de frambuesa. Desde luego, fracasé olímpicamente. En la evocación de aquel amor me auxilia «Everything I Own» de Bread. La melancólica voz de David Gates como una plegaria a la explícita ausencia de ese amor imposible de resucitar. Sintonizaba en este entonces Estéreo 100 donde podía sumergirme en ese mundo de piedad musical. Viven en mí sus frescos labios delgados, esa mirada de mujer seria y sus lentes oscuros contra el sol ocultando alguna tortura sentimental mientras un universitario de 19 años la perseguía por el campus queriendo leerle versos.
A la edad de Cristo caí enfermo por dos semanas. Pudoroso con mi familia me fui a la sala colocando mi colchón al suelo. La fiebre y los escalofríos atacaron mi cuerpo y cogí El nombre de la Rosa de Umberto Eco y deslizaba mis torpes dedos en la extraordinaria aventura de fray Guillermo de Baskerville y su joven aprendiz Adso de Melk tratando de resolver los oscuros crímenes ocurridos en una abadía del norte de Italia en el siglo XIV. En los delirios de la fiebre y el insomnio imaginaba partes de la historia en mis sueños. Parecían reales las ráfagas de sombras, rostros demoníacos, vientos de fuego, ríos de sangre brotaban en mi delirio. Recuperando fuerzas otra vez continuaba con el libro de Eco. En los descansos tomaba abundante agua y volvía a la faena. Acabé el libro y con ella se fue mi enfermedad.
En el preciso momento que me divertía con La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón y mi relación parecía perfecta con una ingeniera recibí la llamada de ella anunciando la noticia inevitable de terminar nuestra relación luego de 6 años. No quería regresar a mi casa y que me vieran en ese estado. Alquilé un departamento para enfrentar su alejamiento. Casi no dormía y solo podía leer y ver algunas películas cursis. Recorría con lágrimas en los ojos las intrigas de Daniel Sempere en el Cementerio de los libros olvidados. Lloraba por el personaje y por el amor perdido en mi propia vida.
Cuando la vi besándose con su nueva pareja recordé nuestra promesa de alcanzar el santo matrimonio. Ante el recuerdo de la escena me sentaba en el sofá y buscaba la canción «Porque ahora» en la voz de Titen Avilés y me destrozaba con esa letra escrita para el dolor más grande del mundo: el desamor. Dice así: «Porque jurabas que me amabas sin sentirlo/cuando enredabas mi cabello con cariño. Pudiste haber parado a tiempo diciéndome “mira, niño, es un juego y nada más”».
Me enamoré del «amor de mi vida» con toda la furia de mi literatura. La conocí mientras leía Sputnik, mi amor de Murakami y fumaba 20 cigarrillos diarios. Coincidimos en muchas artes. Luego de ganarme su confianza un día caminamos hasta el Puente Grau. Tenía las palabras precisas, el paisaje de la tenue noche y las aguas del río Chili modulando mi honesta declaración de amor. Nunca amé tanto. Nunca necesité tanto a un ser humano. Yo discurseaba de individualismo pero con ella sucumbía a mi enferma dependencia de sus arrumacos. Me partí en pedacitos cuando me terminó. Fui a su casa a rogarle que me devolviera mis libros prestados y en realidad me importaban un bledo. Quería verla, humillarme para volver. Pero ya lo tenía decidido. Me fui con los libros cargados en una bolsa caminando mientras tragaba un maldito suplicio. Varias cuadras lejos de su casa me detuve a esperar mi combi. Me senté en el filo de la acera y mientras alzaba un poco la vista, ahí estaba ella desafiante, en la parte delantera de la combi leyendo Travesuras de la niña mala.
Dejarme era una forma de empezar nuestra eterna relación sin compromisos. Aún late la frase del libro de Murakami que le dediqué: «A los veintidós años, en primavera, Sumiré se enamoró por primera vez. Fue un amor como un tornado que barre en línea recta una vasta llanura. Un amor que lo derribó todo a su paso, que lo succionó todo hacia el cielo en su torbellino, que lo descuartizó todo en un arranque de locura, que lo machacó todo por completo. » Así es y será ella. Sumire o ella, da lo mismo.
El virus Covid-19 se metió en mi cuerpo y sus efectos fueron terribles. Por momentos la fiebre me derrotaba. Los escalofríos y el dolor de pecho eran insoportables. Sin poder comer y saborear los alimentos. Lo poco que entraba a mi estómago eran líquidos que luego vomitaba. Por las noches intenté de todo para poder descansar. Hasta quería golpearme la cabeza contra la pared y olvidarme de esta tortura. Dos libros me miraban. Empecé a leer Aladino o vida y obra de José Santos Chocano, esa inmensa aventura escrita por Luis Alberto Sánchez. Mi padecimiento era cómplice con la trágica vida del poeta y los impulsos de su soberbia humanidad. El vate que se hizo coronar en Lima como «Poeta Laureado» ante la muchedumbre y las principales autoridades. Su agitada vida y excelsos versos eran mi pequeña medicina para mis malestares. «O encuentro camino o me lo abro» decía el «Cantor de América». Recuperé el aliento con el insoportable temple de este artista supremo.
Recordaba algunos apuntes que me habían cautivado de Las Saucedo de Zoila Vega Salvatierra y me sumergí en su relectura. A un lado de la cama recorría sus curiosas aventuras de amor en aquellos tiempos de la Arequipa de 1780 y sus claves con otras hazañas heroicas mientras el amor de Josefa Saucedo y su aprendizaje sentimental hicieron olvidarme de mis dolores. Cada tanto dejaba el libro buscando un mejor ángulo para continuar. Sudando y con fiebre acabé la novela revestido de un sabor al más puro amor de una mujer superando prejuicios de toda laya. Quise escribirle a la autora y darle gracias por esta obra y su exuberante escritura que fue mi aspirina para este cursi periodista en momentos de pandemia. Una pasión inmensa luchando contra los efectos de un maldito virus en mi cuerpo.
Con las lecturas rondando en mi cabeza, recuperado y con 12 kilos menos me aventuré a escribir algunas crónicas de estos dos libros y desde luego quise compartirle mis intenciones al «amor de mi vida» (que ahora es mi mejor amiga). Tenía para ella los mejores pasajes de la lectura de la biografía de Chocano escrita por LAS. Ella sonreía de mi efusiva manía por buscar pretextos para hablarle. No me importa que me entienda, me basta con que me escuche y sepa que al otro lado del teléfono tenga su voz y la memoria de su bizarro cariño como un gran verso de Chocano: «quizás la misma barca de amores empujaremos,/ella de un lado, yo de otro lado, como dos remos,/¡toda la vida bogando juntos y separados toda la vida!»
COMENTARIOS