El fin del fenómeno Trump

Antes de convertirse en el 45º Presidente de los EE.UU. ya había sembrado los problemas que derivarían de su extraña relación con la Rusia del autócrata Putin. A pesar de que su experiencia en negocios inmobiliarios internacionales podría haberle dado un gramo de cosmopolitismo, apostó por el “America first”,  bandera del anticuado nacionalismo que se tradujo en prácticas proteccionistas primitivas y guerras comerciales, imponiendo aranceles arbitrarios y medidas opuestas al libre comercio, tradicionalmente defendido por Washington. No obstante su fortuna, quebró varias empresas para sacar ventaja.  Tiene ejércitos de abogados para demandar y defenderse ante los tribunales. No lee. Hace escribir sus libros sobre el éxito en los negocios. Por su pasión de figurar compró los concursos Miss USA y Miss Universo, y se hizo presentador de un reality show en TV. Convirtió a Twitter en el vehículo privilegiado para comunicar sus decisiones, sus pasiones y su agresiva arrogancia. 

Minimizó al Servicio Diplomático profesional de la primera potencia mundial, sustituyéndolo por sus impulsos tuiteros  para manejar una política exterior al ritmo de los afiebrados dedos que comunicaban decisiones tan impredecibles como discutibles –antes de que le suspendieran la cuenta–. 

Las inclinaciones momentáneas de Trump se tradujeron en inesperadas aproximaciones a líderes extranjeros, sin importar que fueran o no países amigos de EE.UU.  Elogió a Putin y Xi Jin Ping, antes de hacer migas con el dictador coreano Kim Jon-un e incordiar a China, convirtiéndola en el enemigo número uno. Prefirió a dictadores como el filipino Duterte o Erdogan. Denunció el tratado nuclear con Irán, arruinó el esperanzador Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, fustigó y debilitó a la OMC, retiró a EE.UU. del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, autorizó la exploración petrolera en el Ártico y combatió a los inmigrantes no solo con insultos, sino también con el emblemático muro que nunca terminó de construir. 

Pero su mayor error ha sido quebrar el equilibrio geopolítico global, maltratando a la alianza atlántica consagrada en la OTAN y la relación privilegiada de EE.UU. con Europa occidental. No sólo debilitó las instituciones del sistema internacional, denigrando  y desfinanciado los organismos de las Naciones Unidas –creada en la Carta de San Francisco– sino que su lamentable política ha sido devastadora para la difícil tarea de mantener un mínimo de gobernanza en un sistema internacional dominado por la diplomacia de Estados soberanos. La ignorancia y el profundo desprecio de Trump por las relaciones entre Estados y la amplia red de organismos internacionales han socavado los cimientos de un sistema construido bajo el liderazgo de su propio país (no es descartable que ignore que, así como el Presidente Wilson fue  el motor de la Sociedad de Naciones después de la Primera Guerra Mundial, Roosevelt fue quien promovió las Naciones Unidas después de la conflagración entre 1939 y 1945, auspiciando la Carta de San Francisco).

No parece una exageración señalarlo como el mejor jefe de campaña de Joe Biden (pues buena parte de sus votos han sido contra Trump),  y como el principal auspiciador del engrandecimiento del rol de China en la geopolítica mundial. Ambas afirmaciones se sustentan en el pertinaz abandono de lo que el profesor de Harvard Joseph Nye bautizó como soft power o ´poder blando´: la admiración o atracción suscitada por la idiosincrasia o cultura de un país.  El violento asalto de los militantes trumpistas al Capitolio para desafiar la legítima elección del próximo presidente de los EE.UU. no solo ha sido vergonzoso sino que será recordado como una ofensa a la democracia, orgullo emblemático de esa nación.

Su merecido epitafio será el segundo impeachment cuando sea ratificado después de que el Senado inicie su debate, un día antes de la investidura de Joe Biden.