J. Eduardo Ponce Vivanco

Dios ya no es peruano

Debemos asumir el desafío de rescatar nuestro futuro

Dios ya no es peruano
J. Eduardo Ponce Vivanco
06 de febrero del 2020


La frivolidad de nuestros medios de comunicación y redes sociales se entretiene con la elección de un Congreso inquietante para la salud de la Nación. Se ufanan en escudriñar la anécdota y los antecedentes o prontuarios de los elegidos, así como los “diálogos” con el Jefe de Estado, que abrió las compuertas de un proceso profundamente desestabilizador e incierto para nuestra democracia en formación. 

Ya comenzaron las cábalas sobre formalidades como la conformación de la mesa directiva parlamentaria y las vocerías de grupos, que no podrán estar muy seguros de qué posiciones adoptar ni de cuál sería su verdadera representatividad. Si lo que chocaba en el Congreso anterior era la mayoría fujimorista, lo que impacta ahora es una fragmentación fortuita y enigmática en la que ni siquiera Acción Popular, el partido más votado, contará con la participación de sus figuras más prominentes en el hemiciclo. Las notorias diferencias entre los líderes del partido fundado por Belaunde Terry y su ausencia en la bancada de novatos que lo representará podría menguar sus posibilidades en las elecciones del 2021.

A pesar de su estancamiento económico y la estéril confrontación política de los últimos años, el Perú ha sobresalido por la solidez macroeconómica que pudo forjar sobre la base de la Constitución vigente. Una estructura normativa sana y coherente que generó confianza en los inversionistas nacionales y extranjeros, cuyos capitales han sido la semilla del crecimiento económico y la radical disminución de la pobreza a lo largo de casi treinta años.

Pero una vez abiertas las compuertas para saltar al vacío hemos comenzado a sentir un vertiginoso retroceso hacia la época más inestable de nuestros últimos cuarenta años, y el temor de que las nuevas hordas parlamentarias hagan de las suyas al estrenar sus curules con la convicción de que pueden convertir al Perú en lo que resulte de la imprevisible suerte del debate congresal. Muchas de las leyes que han ofrecido –como el restablecimiento de la pena de muerte– tendrán que ser observadas por el Ejecutivo para no vulnerar los tratados internacionales que nos obligan. Pero habrá muchas otras iniciativas estrambóticas que chocarán también con el Poder responsable de promulgar la legislación, generando tensiones, insistencias y recursos al inimaginable Tribunal Constitucional que elegirá el nuevo Congreso.

Lamentablemente, no se puede esperar actitudes razonables de orientaciones claramente fascistas o teocráticas, ni de los oportunistas a la caza de coincidencias para avanzar sus intereses.

Más allá de los callejones sin salida que los políticos han construido con tanta diligencia y del desconcierto que nos abruma, debería preocuparnos la imagen pintoresca que proyectaremos al exterior. De ser un país considerado entre los más prometedores y estables de la región nos convertiremos, por voluntad propia, en el centro de un exótico experimento nacional en el que confluyen los extremos de un nacionalismo xenofóbico y vindicativo con la extravagancia de una secta teocrática israelita-incaica, inspirada en doctrinas primitivas e incomprensibles.

No solo habremos perdido el quinquenio que terminará en el esperado bicentenario de la República, sino que podría ser un ingreso desventurado al próximo siglo.

J. Eduardo Ponce Vivanco
06 de febrero del 2020

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