Jorge Varela

Democracia directa y subversión

Un proyecto político turbio y nefasto

Democracia directa y subversión
Jorge Varela
25 de agosto del 2020


A partir de la triada de libertad, igualdad y fraternidad, comenzó a ascender sin escollos por los escalones de la historia la reconocida plataforma ideológico doctrinaria sobre la que se han sustentado institucionalmente los sistemas políticos democráticos. Así es como la democracia representativa ha sido aceptada mayoritariamente por las naciones liberadas y liberales del mundo.

Como se sabe el derecho elemental a la libertad, la autonomía de la voluntad y el rechazo al Estado absolutista fueron algunos de los principios antecedentes para instaurar el sufragio universal y la elección por el pueblo de representantes mandatarios, separando el ejercicio de las funciones del Estado en ejecutivas, legislativas y judiciales. Desde ahí, en la mayoría de los sistemas democráticos latinoamericanos el presidente y los representantes –a nivel nacional, regional, provincial, distrital, cantonal o comunal– son elegidos soberanamente por el pueblo, obteniendo su autoridad a través de mecanismos delegatorios que operan dentro del marco de la Constitución Política y legislación vigente.

La democracia representativa: expresión de soberanía popular

A lo largo de su existencia la democracia representativa, como expresión de soberanía popular, se ha convertido en la ruta preferida para avanzar hacia el desarrollo progresivo y mayor de la sociedad y sostener la gestión orgánica del Gobierno y de las instituciones legítimamente constituidas bajo este sistema.

No obstante, determinadas democracias débiles, que padecen de baja intensidad ideológica liberal o socialdemócrata, están exhibiendo una evolución asimétrica, convergente con un sistema de representación menguado. Una asimetría que ha devenido en abstención electoral crónica, escasa participación político social, bajos registros de afiliación partidaria y pérdida de legitimidad.

Una de las causas principales de tal decadencia está en los partidos políticos, debido a su creciente desconexión con la ciudadanía, su raquitismo doctrinario, su inconsistencia programática y su escasez de líderes honestos y capaces. Estos síntomas son aún más graves en países sin una institucionalidad robusta que garantice el funcionamiento regulado de dichas agrupaciones, específicamente en lo referente a los mecanismos de generación de sus dirigentes y candidatos, y al origen y utilización transparente de sus recursos económicos. 

Es más, en América Latina los partidos democráticos no han sido capaces de defender la validez de su representación ni dar respuesta oportuna y contundente a la actual ofensiva antisistema, mediante una mayor eficacia de su organización, representación y acción política. Es visible y notoria, además, la carencia de autoridad moral y de legitimidad para fortalecer la gestión pública del Estado cuando les ha correspondido gobernar en nombre de los ciudadanos, por delegación temporal de éstos.

Una manera inusual en que se ha pretendido resolver esta crisis de representación política ha sido aquella consistente en el surgimiento extraordinario de outsiders y personajes populistas que compiten por conquistar cupos parlamentarios, como si fuesen callampas aparecidas en clima propicio.

La cacareada democracia directa

Hoy varios profetas de izquierda –de la vieja y de la nueva– están predicando en las esquinas que la “democracia representativa”, reconocida como régimen vertebral del Estado contemporáneo, ha fracasado. Una razón suficiente para vocear su reemplazo por la cacareada “democracia directa”, discurso que explica la irrupción sincronizada en los últimos tiempos de movimientos sociales desestabilizadores, dedicados a estropear la vida del hombre en sociedad, sin respeto por las libertades básicas.

Diversas agrupaciones, organizaciones sociales, sindicales, ecológicas, antisistema y oenegés han desarrollado vías alternativas de relación al interior del Estado para el planteamiento, atención y solución de sus asuntos e intereses, ante la incapacidad de los partidos políticos para servir de intermediarios efectivos entre ellas (que son parte del pueblo y del Estado) y las instituciones de este último ente.

El trabajo político dirigencial oscuro, manipulado y financiado abundantemente desde el exterior, explica la incidencia maligna de un fenómeno peligroso para el destino pacífico de la democracia en América Latina. Este fenómeno “antisistema” busca terminar para siempre el procedimiento de elección de las autoridades, y enseguida sustituir el modelo de Estado, de sociedad y de mercado, por uno dirigista y estatista. 

En la democracia directa todos los asuntos del país son decididos por asambleas populares en las que cúpulas sociales, sindicales, poblacionales, ecológicas y de otro orden, altamente politizadas, pretenden erigirse en representantes únicas, exclusivas y excluyentes, en carácter de sustitutas de una ciudadanía que previamente ha sido sometida. Una vez que las autoridades elegidas democráticamente han sido avasalladas, estas cúpulas no se detienen hasta lograr su objetivo siniestro de destruir las instancias de representación e imponerse a toda la sociedad, en todo y respecto de todo tema o problema, pasando sobre las instituciones del Estado creadas constitucional y legalmente.

La captura del poder total

A partir de la experiencia de Chávez en Venezuela y de Morales en Bolivia, los adictos a la democracia directa se han propuesto la captura del poder total en otros países de la región donde todavía existen “democracias soñolientas”. Para ello, intentarán llegar al Gobierno vía elecciones al estilo fraudulento de Maduro, o a través de la utilización de la violencia irracional, como se intentó en Chile el último trimestre de 2019. Esta segunda vía privilegia métodos violentos de insurgencia e implica el sacrificio de muchas vidas humanas para después denunciar al Gobierno de genocida, pedir la renuncia de los gobernantes y exigir la entrega del poder. Aquí es donde se advierte además, el contagio anarquista anti Estado, que al rechazar toda clase de representación plantea ejercer la soberanía individual sin intermediación del Estado, lo que configura una expresión bastarda de democracia directa forzosa.

Una vez capturado el Gobierno vendrá el desmontaje del sistema democrático representativo y de la economía de mercado. Querrán cambiar la Constitución (vía referendos) y luego transmutarán el sistema de representación política por uno de naturaleza asamblea popular. Posteriormente recortarán las libertades ciudadanas (de opinión, organización política, etc.), hasta anularlas definitivamente. Esta vía rápida al caos, que no contempla detenciones ni estaciones de descanso, solo llevará a un futuro predecible de división, empobrecimiento y odio social. 

Lo que está claro, ¡qué duda cabe!, es que en el contexto del relato transcrito, la democracia representativa ha comenzado a ser subvertida mediante una ofensiva ideológica que impulsa un proyecto político de “democracia directa” turbio y nefasto. Como escribiera Alexis de Tocqueville: “Los hombres aman el poder, pero se sienten inclinados a despreciar y a odiar a quien lo ejerce” (La democracia en América II).

Jorge Varela
25 de agosto del 2020

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