Carlos Hakansson
Constitucionalismo y gobiernos posmodernos
Gobiernos que manipulan la opinión pública y, a la vez, atacan al Congreso
La historia del derecho constitucional registra dos instituciones políticas fundamentales para el control político y jurídico de cualquier acto arbitrario estatal: el parlamento y la judicatura, respectivamente. La función legislativa reúne las funciones, herramientas y garantías para realizar la labor de control político en el sector público; en primer lugar, a los ministros de Estado y otros altos funcionarios velando por el correcto ejercicio del presupuesto general de la República. El principio de representación política reposa en un proceso electoral y brinda las competencias para fiscalizar desde una o dos cámaras legislativas. Las instituciones de inmunidad e inamovilidad parlamentaria son las garantías constitucionales que permiten realizar las funciones congresales sin temor a persecución política. Las competencias exclusivas y excluyentes del Congreso se fundamentan al tratarse de una asamblea que representa a la nación, no está sujeta a mandato imperativo y su reelección inmediata forja la clase política que continúa y sucede con el tiempo.
La judicatura complementa la tarea de control, pero desde el derecho. Si los parlamentarios representan, fiscalizan y aprueban las leyes necesarias –es decir, las que hacen falta, las que deben corregirse y las que derogan otras–, la función judicial se ocupa de interpretar los principios y reglas constitucionales para la solución de casos concretos. El derecho constitucional limita el ejercicio del poder en todas sus manifestaciones, pero el denominador común de los legisladores y la judicatura es evitar que el Ejecutivo cometa actos arbitrarios que comprometan las libertades ciudadanas. Las funciones legislativa y judicial también tienen límites y el ejecutivo es necesario para conducir y administrar una comunidad política. El titular de un Estado Absolutista era la encarnación del Leviatán entre los siglos XVI-XVII. Hoy es una institución bajo la observancia de las disposiciones constitucionales.
El buen gobierno civil se resume con un legislativo que fiscalice, una judicatura que evite cualquier arbitrariedad y un gobierno que administre el presupuesto de la comunidad política; sin embargo, tras el final de la Segunda Guerra Mundial fue cambiando la correlación de fuerzas al interior de las relaciones ejecutivo-legislativo en Europa Continental e Iberoamérica. La separación de poderes promueve el balance, pero no les fue posible mantener su equilibrio. Los procesos de racionalización parlamentaria en Europa, bajo el pretexto de la gobernabilidad, otorgaron al ejecutivo la competencia de legislación delegada, decretos con rango de ley y los instrumentos de control político en manos de las mayorías parlamentarias. En Iberoamérica, las constituciones de fines del siglo XX también se ocuparon de capitidisminuir al legislativo.
En el caso del Perú destacamos el diseño de un Congreso unicameral en la Carta de 1993, que se agrava con una serie de nefastas reformas constitucionales: la no reelección inmediata de representantes y eliminar su inmunidad parlamentaria que complica el fortalecimiento de una clase política y su labor fiscalizadora, respectivamente. Por un lado, la ausencia de partidos organizados repercute en la formación y calidad de militantes en su interior con las excepciones que nunca faltan; por otro, una campaña de desprestigio que, ante cualquier irregularidad administrativa, infracción o delito, en vez de singularizar el hecho producido con el agravante que afecta la imagen del Congreso se decide responsabilizar la institución.
La consecuencia de algunos aspectos del proceso descrito puede terminar colocando como víctima a un presidente de la República. Los medios quebrados y necesitados de financiamiento se convierten en su arma para desinformar al ciudadano y poner en alza su capital político contra el Congreso y la judicatura. Una coyuntura que se manifiesta cuando se trata de un gobierno sin mayoría parlamentaria, la estrategia es gobernar prescindiendo de los legisladores. Una performance que justifica levantar banderas que resultan invasivas de otras instituciones estatales: lucha contra la corrupción, persecución del delito, reorganización del poder judicial, reforma política hasta temerarias interpretaciones que presumen polémicas atribuciones presidenciales, como declarar la denegatoria fáctica de una cuestión de confianza para decretar una arbitraria disolución del Congreso.
Por eso, lejos de poner empeño en fortalecer las instituciones se instaló un estilo de gobierno posmoderno que manipula la opinión pública, a la vez que se ataca a la representación nacional, con o sin razón, y controlar desde adentro la administración de justicia. El problema se agrava cuando el gobierno decide no pactar con el statu quo, pues será visto con debilidad; y si lo hacen terminarán siendo tan autoritarios como populistas, dos rasgos que se prestan para los más oscuros intereses.
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