Darío Enríquez

Ausencia de una épica social socava nuestro mejor momento

Lo que el mundo llama “el milagro peruano” se acerca a su fin

Ausencia de una épica social socava nuestro mejor momento
Darío Enríquez
18 de junio del 2019

 

Hace unos días se revelaron terribles cifras que nos hablan del próximo fin de nuestro mejor período histórico, desde el punto de vista del bienestar material. Nunca, como en los últimos 28 años, nuestro Perú dio solución a graves problemas, tales como los que habían golpeado fuertemente a las diversas generaciones del siglo XX. La performance económica muestra signos negativos que estarían al borde de la irreversibilidad.

Se nos viene una crisis de proporciones, y los operadores políticos no ven más allá de sus narices. Una lucha, en la que se devoran unos a otros, terminará llevando al Perú hacia su primera gran crisis de las últimas tres décadas. Hay muy poco margen de maniobra, tenemos rumbo de colisión.

La bonanza material relativa que gozamos hoy se debe al esfuerzo de todos los peruanos, en especial la generación de quienes hoy tenemos entre 45 y 65 años, que soportamos en nuestros hombros la gran gesta que sacó adelante a nuestro país durante la década de los noventa. La crisis política que depuso al gobierno de ese entonces, en medio de un gravísimo escándalo de corrupción, impidió consolidar una épica social que evocara y rindiera homenaje a los héroes militares y civiles de esa gesta.

En 1990 éramos un país inviable, infestado de miseria, terrorismo e hiperinflación. Más del 40% de nuestro territorio estaba en manos ajenas, cuestionando la autoridad del Estado. Nuestros vecinos ya jugaban hipótesis de guerra con fuerzas internacionales de paz, tomando el control de nuestro territorio. En 2000 ya éramos un país pacificado, con un Estado que había retomado el control territorial y el rumbo hacia una economía dinámica, moderna y próspera.

La heroicidad de esos años se entremezcló con abusos y corruptelas, dejando un saldo de crispación, odio político y vacío espiritual. Nunca pudimos gozar plenamente de nuestra victoria sobre las fuerzas terroristas genocidas, ni incorporarla al estandarte nacional como otras hazañas que marcaron el destino de nuestra patria. Pasará mucho tiempo antes de que eso suceda, porque las luchas políticas menudas han liquidado esa posibilidad. Incluyendo la fallida Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), que no estableció la verdad, sino agendas militantes; y que no propició reconciliación, sino venganza política.

Llevamos aún el gran pasivo que desencadenó el fujimorismo de los noventa con su pretensión de reelegirse indefinidamente, en vez de consolidar una sucesión política democrática, enredado en una trama de alta corrupción que quebró la moral nacional. Otros actores políticos tampoco estuvieron a la altura del reto que significaba construir una épica en torno al “milagro”, y más bien persistieron en la innoble, torpe y nefasta tarea de minimizar los logros. Hasta han tratado de revertirlos con trasnochados pedidos de retorno al modelo que nos llevó a la miseria. Peor aún, los sucesivos gobiernos no solo fracasaron en combatir a la corrupción, sino que esta se enraizó mucho más en nuestro país durante el período 2000-2019, y nos hizo perder ingentes recursos que debieron sustentar un mayor impulso al crecimiento, bienestar y desarrollo de nuestro Pueblo.

La indolencia de la nueva generación que tiene nulo, escaso o distorsionado conocimiento de la gran gesta patria de los noventa nos hace hoy pagar las consecuencias. Muchos jóvenes de hoy, a quienes se les llama “pulpines”, no tienen ni idea de lo que tuvimos que hacer para que hoy se disfrute el bienestar material relativo. Más aún, ni siquiera conciben mínimamente las responsabilidades a asumir para que este modelo siga sosteniendo bienestar, dinamismo y prosperidad. No se trabajó la parte épica, lo que sería tal vez el “nuevo espíritu nacional”. Poco sentido tiene para la gran mayoría lo que significa “patria”, salvo la frivolidad de una camiseta deportiva y triunfos vacuos.

En el contexto de la globalización, en la que por doquier se ha logrado —en diversas medidas— impulsar el crecimiento económico, gracias a que el mundo abandonó las perversas ideologías retrógradas estatistas, las nuevas generaciones disfrutan un bienestar material que, al mismo tiempo implica, una lamentable desafección a los valores intangibles de patria, familia y tradición. En nuestro Perú, el fenómeno cobra poco a poco un peligroso impulso autodestructivo, porque también lo alimentan factores endógenos.

¿Qué hacer? Nuestro modelo económico y su impacto en la construcción del nuevo Perú de hoy —con lo bueno, lo malo, lo feo y lo horroroso que tenga— es hechura de la gesta de los noventa, en que la mitad más vieja de los peruanos de hoy participamos con coraje y decisión, muchos entregando sus vidas. Si no lo reconocemos, será inútil tratar de darle un contenido de trascendencia y perennidad. Debemos superar prejuicios políticos y rencillas fratricidas que solo nos llevarán al colapso.

Una suerte de punto final debe encontrarse al final de una corta pero intensa concertación de fuerzas vivas de la sociedad que deseen preservar lo logrado hasta hoy y relanzarlo hacia la conquista de nuevos estadios de bienestar que superen lo meramente material, que nos enrumbe al futuro. Jóvenes conscientes de su rol, que sepan de dónde venimos, que valoren el gran esfuerzo de quienes los antecedimos para que hoy disfruten lo que disfrutan. Que apuesten por continuar el camino y enfrentar junto al disfrute, la dura tarea de perseguir nuevos desafíos. Porque queremos de regreso nuestro Perú libre, emergente, dinámico, emprendedor, próspero, cuyo encaminamiento nos costó tanto esfuerzo, sacrificio y vidas truncas. Si alguien piensa que nunca tuvimos un Perú, pues tanto mejor si lo tenemos como objetivo nacional.

 

Darío Enríquez
18 de junio del 2019

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