Mariana de los Ríos

Andor: la rebelión contra el Imperio como nunca la habíamos visto

Reseña crítica de la segunda temporada de la serie del universo de Star Wars

Andor: la rebelión contra el Imperio como nunca la habíamos visto
Mariana de los Ríos
21 de mayo del 2025


En su segunda y última temporada,
Andor confirma que no es un simple apéndice en el universo de Star Wars, sino una anomalía brillante: una serie que decide tomarse en serio a sí misma y al público. Con esta nueva entrega, la serie creada por Tony Gilroy (Nueva York, 1956) no solo mantiene el tono sobrio y cerebral que sorprendió en su primera temporada, sino que afila aún más su mirada sobre los mecanismos del poder, el costo del sacrificio y la moralidad difusa de las revoluciones. El resultado es una obra compleja, eminentemente política y, en su tramo final, también fascinante.

A diferencia de otras propuestas recientes de la saga, que se han sentido recicladas o empantanadas en la nostalgia, Andor construye un relato autónomo, sin necesidad de jedis, sables de luz ni referencias gratuitas. La segunda temporada avanza de forma estructurada en bloques de tres episodios, cada uno ambientado un año después del anterior, hasta llegar a los eventos contados en la película Rogue One (2016), con lo cual la progresión narrativa no solo es clara, sino estratégicamente escalonada para mostrar la maduración de Cassian Andor. interpretado por el mexicano Diego Luna (Toluca, 1979) como revolucionario y como hombre. Este recurso también permite que cada arco funcione casi como una miniserie en sí misma, lo que da espacio a la serie para explorar diversos matices y subgéneros.

Uno de los logros más notables de esta segunda parte es el equilibrio del tono serio con momentos de comedia negra. El robo fallido de una nave imperial al comienzo, con Cassian lidiando con controles invertidos y mercenarios ineptos, marca un inicio inesperadamente ligero, sin traicionar el espíritu de la serie. Ese tipo de respiro permite que los momentos más duros —como las consecuencias del proyecto de extracción en el planeta Ghorman o la represión sistemática a personajes como Bix— sean aún más potentes.

La serie no teme volverse íntima o incómoda cuando lo necesita. La convivencia entre Dedra Meero (Denise Gough) y Syril Karn (Kyle Soller), dos funcionarios del Imperio atrapados en una relación que parece un matrimonio por conveniencia ideológica, es tan extraña como inquietante. Su dinámica revela la banalidad del mal en clave doméstica: la represión y el control social comienzan en la mesa del comedor.

Mon Mothma (Genevieve O’Reilly), por su parte, sigue siendo uno de los pilares morales y dramáticos del relato. En esta temporada su dilema personal alcanza un clímax: debe sacrificar los últimos vestigios de su vida privilegiada en Chandrila —incluso entregar a su hija a un matrimonio arreglado— para sostener la incipiente rebelión. Esta clase de decisiones, cargadas de contradicción y pragmatismo, hacen que Andor no idealice a sus héroes, sino que los muestre en toda su fragilidad.

El bloque narrativo ambientado en Ghorman es el corazón político de la temporada. La decisión del Imperio de provocar una revuelta para justificar su brutal represión —y así avanzar en la construcción de la Estrella de la Muerte— muestran claramente los motivos ocultos detrás de toda guerra y la lógica del colonialismo extractivista. Pero Andor no cae en el panfleto: sus guiones –escritos por Gilroy junto a Beau Willimon, Dan Gilroy y Tom Bissell– estudian los mecanismos históricos de opresión y resistencia con una inteligencia que rara vez se ve en productos comerciales de esta escala.

Cuando se observa el conjunto de las dos temporadas, Andor destaca por haber logrado lo que parecía imposible: construir una historia que respeta el universo Star Wars sin someterse a él. Aunque su punto de partida era menor —un personaje secundario de una precuela—, la serie lo convierte en una figura trágica, coherente y sumamente humana. Diego Luna entrega una actuación contenida, casi minimalista, que crece en impacto conforme el personaje se ve obligado a abrazar la causa rebelde, no como un acto heroico, sino como única forma posible de vivir con dignidad.

Es cierto que no todo en Andor funciona con igual fuerza. Algunos tramos de la segunda temporada, sobre todo el último bloque, se sienten más funcionales que reveladores, ocupados en cerrar el puente hacia Rogue One más que en sostener su propio clímax. Pero incluso esos episodios contienen momentos de gran tensión emocional y política, y refuerzan la tesis principal de la serie: que la historia no se construye con mitos sino con decisiones, muchas veces grises, muchas veces dolorosas.

Al observar ambas temporadas, se vuelve evidente que Andor ha experimentado con una gama inusual de subgéneros dentro de la franquicia. Hay capítulos que recuerdan a un thriller de espionaje en plena Guerra Fría, otros que funcionan como dramas carcelarios sobre deshumanización sistemática, y varios que adoptan la estructura de una serie política sobre corrupción institucional. En casi todos los casos Gilroy logra mantener el equilibrio entre el realismo sucio y el tono épico que inevitablemente exige el contexto galáctico

Star Wars siempre ha sido, en el fondo, una saga de aventuras y fantasía, con una clara lucha entre el bien y el mal. Andor se desmarca de esa lógica al presentar un mundo donde las decisiones éticas son ambiguas y donde los personajes no están guiados por un destino mágico, sino por sus propias convicciones, dudas y contradicciones. No hay redención automática, ni poderes sobrenaturales que faciliten la victoria. Hay miedo, dolor, resistencia y una convicción que se construye a golpes de realidad.

Mariana de los Ríos
21 de mayo del 2025

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