Carlos Adrianzén
Al borde del abismo
Acaso el peor momento de la economía peruana en el siglo XXI
El ruido político de los últimos días casi obsesiona la discusión económica de fines de año. En esta obsesión básicamente prevalecen dos interrogantes: Primero: ¿Cuánto nos afectará lo que ha sucedido hasta hoy? Y luego: ¿Cuánto nos afectará lo que puede pasar en los próximos meses?
Es muy difícil aclarar estas dos interrogantes por dos lógicas razones. No sabemos qué pasará mañana (fundamentalmente qué noticias vendrán del exterior y cómo reaccionaremos localmente con un ejecutivo desesperado por sobrevivir a como dé a lugar). Sin embargo, si podemos construir —más allá de las ilusiones y las proyecciones (construcciones que usualmente en esta parte del planeta tienden a tener mucho más parecido del que aceptamos)— un escenario de la situación y perspectivas de la economía peruana a fines del 2017.
En este plano coinciden observaciones de todo tipo. Por un lado, cualquier dibujo razonable del próximo bienio tiene como punto de partida una recuperación discreta, pero significativa, de la estabilidad nominal de la plaza al cierre del 2017. La evolución del crecimiento del nivel de precios se ha acercado nuevamente a su meta (2% anual). A octubre pasado la inflación anualizada de la inflación peruana se ubicó por debajo de la tasa promedio global (con un 1.5%) luego de más tres años, en los que el Banco Central de Reserva fue incapaz de cumplir consistentemente su cota máxima (3%).
En tiempos en los que el manejo peculiar los escándalos de corrupción burocrática no contrasta una elevada predictibilidad institucional, que el Banco Central de Reserva cumpla consistentemente con su mandato constitucional ayuda mucho.
Merece destacarse, sin embargo, que este destacable cumplimiento —mérito del directorio y los técnicos del instituto emisor— tiene como contraindicación su apego a controlar (o administrar) el valor nominal del tipo de cambio. A la fecha, a pesar del creciente ruido político, la apreciación de la moneda local en casi 5% anualizado a octubre pasado contrasta otro año malo para la inversión privada; lo cual refleja la continua contracción de la inversión privada y las importaciones de bienes de capital.
Que el sol peruano se aprecie nominalmente no parece ser precisamente una buena noticia (reflejo de la confianza en el manejo monetario), sino una muy mala (como solo un correlato del enfriamiento inversor privado). Esta evolución del dólar puede verse severamente complicada si es que el instituto emisor inyecta soles (reduciendo encajes a las operaciones en soles denominadas en moneda extranjera) y los escándalos de corrupción y otros planos de ruido político no cejan.
Otro plano a no ser omitido en cualquier dibujo del próximo bienio implica la inercia del crecimiento económico. Ese ritmo de crecimiento de apenas 2.6% registrado a octubre pasado, en el que entre abril y octubre de este año el crecimiento anualizado de la producción primaria se contrae en 4.3%, y el crecimiento de los sectores no primarios converge al 2% consistentemente.
Se anticipa un impulso significativo en la producción minera metálica a mediados del año próximo. Pero tanto el aludido dinamismo no primario cuanto el comportamiento de la demanda interna (sellado por el estancamiento de la inversión privada), deja a las heroicas predicciones de 4% a 5% caminando en un trocha muy empinada.
El tercer y más espinoso plano de observación nos refiere implacable al deterioro fiscal. El déficit fiscal del Gobierno central a octubre pasado ya registra US$ 7,316 millones, a pesar del salto de la recaudación fiscal (explicado por una tremenda, 12% anualizada, recuperación de los términos de intercambio). Y es que el gasto de Gobierno central anualizado en dólares americano viene explosionando (en alrededor del 10% en los últimos doce meses). Lo sugestivo de este ensanchamiento reciente del déficit del Gobierno central implica tres detalles. Primero, no se asocia a ninguna recuperación del dinamismo local (que sigue estancado entre 2% y 3%.
Segundo, el crecimiento del déficit no solo requiere de un ritmo de endeudamiento público agresivo e insostenible, sino de un drástico incremento de pagos de intereses por deuda pública. Solo por concepto de pagos de intereses de deuda pública los peruanos hemos gastado US$ 2,365 millones, a un costo implícito cada vez más cercano al elevadísimo 7%.
Y tercero, no incluye a la fecha ningún avance significativo de la llamada reconstrucción con cambios. Imaginémonos pues a cuánto podría expandirse la brecha fiscal —bajo esta políticamente debilitada administración— si esta desease pasar piola gastando expansivamente a nombre de la aludida reconstrucción.
Adicionalmente al ruido político muy enervado de estos meses, resulta crucial considerar que estos no son, pues, los mejores momentos del manejo económico nacional en los últimos veinte años. Cualquier exceso deterioraría rápida y perceptiblemente nuestra imagen como plaza emergente.
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