Rocío Valverde

Zafrón

Aventuras campestres de una estudiante “made in Lima”

Zafrón
Rocío Valverde
08 de mayo del 2017

Aventuras campestres de una estudiante “made in Lima”

Hoy por la tarde estaba preparando una improvisada paella de verduras. Comencé a picar las cebollas y los ajos para preparar el sofrito, mientras que en la alacena me puse a buscar el azafrán entre los sobrecitos de comino y las nubes de pimienta negra. Encontré el pomillo cerrado herméticamente e intenté, con la mayor delicadeza posible, sacar unas cuantas hebras. El aroma a ajo iba inundaba la cocina y de lejos escuchaba al aceite de oliva murmurando una conversación con las cebollas. Con precisión casi quirúrgica tiré de la última hebra naranja, pero para mi asombro con ella salió una flor morada. La flor de azafrán vino a visitarme en la cocina y recordarme, al día de hoy, lo desconectada que estoy de la naturaleza.

Durante mi primer año de universidad la profesora de Botánica nos llevó en un paseo de campo a algún rincón de Castilla. Nunca olvidaré que luego de andar horas de horas —identificando o intentando identificar plantas, árboles y piñas— encontramos un riachuelo que nos cortaba el paso. Yo pensé que mis súplicas al universo habían sido oídas, ya no tendría que aguantar tener los jeans llenos de barro ni escuchar al sabiondo cabra de monte decir todos los nombres comunes de los árboles. ¡Por fin haríamos la vuelta a Madrid! Y ya me veía cobijada bajo una manta enchufada al celular. ¡De eso nada! Dijo una voz. Ese riachuelo, según la profesora, separaría a los chicos de ciudad de los chicos de pueblo.

De repente vi a un grupo caminando sobre un árbol cual diestros y delicados ciervos. Esas eran habilidades que mis paseos a los centros comerciales no me habían enseñado. El sello de “made in Lima city” se hacía más evidente con el paso de los minutos, en tanto quedábamos solo cinco lánguidos adolescentes en un lado del río. Hasta el día de hoy creo que esa fue mi experiencia más cercana la muerte, porque o cruzaba en una sola pieza o caía a la corriente y mi destino sería esperar que alguien me encontrara río abajo, abrazada a un árbol. Esa experiencia verificó lo que siempre supe: hay biólogos de bota y biólogos de bata. Yo no nací para lo primero.

A pesar de estudiar biología, siempre intenté por todos los medios escaquearme de los viajes de campo. Y no podía esperar terminar el tercer año de universidad para por fin librarme de las escaladas, embarradas, muestreos de áreas, taxonomía de plantas y recolecta de insectos. ¡Mi reino por una clase dentro de un aula y horas de laboratorio!, decía para mis adentros mientras en la clase de Ecología poníamos trampas de colores para atrapar bichos.

Encontrar la flor del azafrán me trajo recuerdos bloqueados desde épocas en las que obligatoriamente tenía encuentros con la naturaleza en su forma más salvaje. Este mayo, con menos asco de ser devorada por los mosquitos, la creciente certeza de que estamos destruyendo el medio ambiente y mi diagnosticado déficit de vitamina D, busco el sol y zonas verdes aplicando el refrán español:

Enero helado,

febrero trasnochado,

marzo airoso y abril lluvioso,

sacan a mayo florido y hermoso.

 

Rocío Valverde

Rocío Valverde
08 de mayo del 2017

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