Rocío Valverde

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Rocío Valverde
03 de octubre del 2016

Una aventura en los barrios más peligrosos de Berkshire

¿Sabes que los padres siempre aconsejan que te fijes por donde andas? Pues yo nunca lo hice y así terminé viviendo en un barrio gitano y luego en un barrio de los llamados "Europeos no bienvenidos". Creo que todos, cuando andamos por zonas peligrosas, desarrollamos una máscara de tipo duro, una forma de andar distinta, quizás con el clásico puño encerrando una llave mientras vas mascando chicle. Personalmente he perfeccionado con los años la mirada de "no te metas conmigo que te unto" , y el andar que vaticina que si te pones en mi camino te paso por encima. Funciona siempre y cuando sepa que estoy yendo por barrios picantes.

Hace exactamente un año me mudé al sur de Inglaterra a un barrio llamado Slough, del cual no había escuchado en mi vida. Fue una mudanza express: en un día y medio habíamos trasladado ocho maletas en un Seat Ibiza, desde Kidderminster hasta el condado de Berkshire. La casa de "ensueño" la alquilamos a un ex candidato al consejo municipal. Todo parecía muy legal, quizás demasiado bueno para ser verdad. Recuerdo perfectamente cuando ingenuamente le pregunté: ¿es este barrio seguro? y su respuesta fue muy políticamente producida. Me dijo: "Este barrio es genial, el único problema es esta ventana de la casa porque mira hacia el sur y entonces, claro, entra mucha luz y en verano la habitación se calienta mucho". ¿Demasiada luz y demasiado sol en Inglaterra? Firmamos el contrato y nos mudamos de inmediato.

Esa semana llovió muchísimo y las paredes blancas del baño ahora tenían lunares verdes y azules. El moho se convirtió en mi archienemigo, y aunque he ganado unas cuantas batallas sé que puedo perder la guerra. Unas semanas después, cansados aún por la mudanza y por poner toda la ropa a remojar en vinagre para matar el moho, decidimos mi esposo y yo salir a comprar comida rápida. Un falafel y un shish kebab para llevar. Salimos de casa, pero tal como se ve en las películas había un pasaje oscuro, con cuervos, un par de malandrines fumando a lo lejos; por eso anduvimos cogidos de la mano. Llegamos al primer restaurante, éramos los únicos en el local además del cocinero y un señor sentado viendo una novela turca. Saludamos, pedimos y nadie nos miraba. No existíamos. Pensamos que no entendían inglés, estaban de mal humor o ya habían cerrado la cocina. En fin, nos fuimos. Nos adentramos más en esa calle y notamos cómo la gente nos miraba más de lo normal. ¿Sería mi sobretodo por encima de mis pijamas? ¿Cómo sabían que llevaba pijamas? ¿Quizás sería la barba de tres días de mi esposo? No es su mejor look, pero tan mal no le queda.

Cuando no nos atendieron en el segundo restaurante pensamos que algo andaba mal, pero cuando entramos al tercero y nos miraron de pies a cabeza nos dimos cuenta que estábamos en el lugar equivocado a la hora equivocada. Con un poco de chulería, por el hambre que tenía, les dije alto y claro: ¡Perdón, quiero un falafel! Entonces me atendieron a mí, mientras ignoraban a mi esposo. Media hora después, sin saber acerca de nuestro pedido, mi esposo preguntó por nuestra comida y le lanzaron una bolsa llena de comida a la cara.

Sin saber aún el motivo, pero teniendo claro que nuestra integridad física estaba comprometida, salimos pitando. Dos meses después decidimos terminar nuestro contrato de alquiler. Y solo cuando estuvimos en nuestra nueva casa nos enteramos de que habíamos entrado en esas zonas que pensábamos que solo existían en la ficción o en la mente de un conspiranoico. Estuvimos en la zona donde los europeos no son bienvenidos y siendo el color de un pollo cocido lo más parecido al color de piel de mi esposo, entendimos lo que había ocurrido. Habíamos tenido suerte de que no pasara de un simple tortazo en la cara.

La moraleja de la historia y el consejo que le puedo dar a cualquier viajero es que investiguen exhaustivamente el lugar donde decidan residir, porque puede que no tengan la misma suerte que nosotros. Y no alquilen casas a políticos.

Rocío Valverde

 
Rocío Valverde
03 de octubre del 2016

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