Darío Enríquez

Estatismo, controles e igualdad en una economía libre

A propósito del “esclavo” juvenil, los “abusivos” multicines y la clase mediática

Estatismo, controles e igualdad en una economía libre
Darío Enríquez
28 de febrero del 2018

 

Esta última semana —gracias a esa especial adicción de nuestra clase mediática por el ruido político, el pleito menudo y el escándalo gratuito— los temas del “esclavo juvenil” y de los “malditos” multicines dejaron atrás las importantes noticias sobre la incesante acumulación de evidencias sobre la corrupción presidencial de Pedro Pablo Kuczynski y las carísimas declaraciones de Barata, virrey corruptor de Odebrecht en el Perú. Hace mucho tiempo que la verdad, como soporte fundamental de la noticia, ha dejado de ser importante para la clase mediática peruana.  En su momento no dudaron en causar un desmadre con el cóctel miserable de racismo, xenofobia y estúpido animalismo en contra de ciudadanos chinos que falsamente fueron acusados de usar carne de perro en su chifa.  Nuestra clase mediática no tiene límites y se siente por encima del bien y del mal.  Se ensucia en todos nosotros cuando quiere, como quiere y donde quiere.

Más allá de la trivialización desplegada por la clase mediática, estos y otros casos no carecen de trascendencia. Hay un trasfondo de ideas necias que vuelven a tener adeptos y con peligrosa presencia en el aparato del Estado.  Ya hemos vivimos los embates más nefastos del peor estatismo, de los más irracionales controles y de la falsa igualdad en el período 1968-1990, régimen socialista-militarista instaurado por el violento golpe militar del dictador Juan Velasco, luego validado y entronizado por la Constitución de 1979, con la complicidad de Haya, Belaúnde y García.  Lo peor de esa época parece volver.  Aparecen “ideólogos” que son una mala copia de la pésima heterodoxia de los ochenta.  Un presidente corrupto que trata de ocultar a todo precio la enorme acumulación de evidencias en su contra.  Las izquierdas vuelven a la carga con protestas violentas, agrediendo verbal y físicamente a quienes no desean plegarse a su dudosa “lucha”.  Vandalizan impune y criminalmente bienes públicos y privados, invocando un falaz derecho a la protesta.

Con el apoyo del amarillismo mediático se ha agitado hasta el hartazgo la infamia del “esclavo juvenil”.  No importa si ya se desvirtuaron las tres falsas premisas detrás de la campaña de desinformación.  La verdad es lo de menos.  Insisten agregando deshonestidad intelectual a su infamia.  Y eso es un espacio precioso ganado por las izquierdas, que aprovechan para reciclar ideas contra las libertades económicas, satanizan al empresario que genera empleo y vilipendian al inversionista por su afán de lucro.  Pretenden obligar a una falaz solidaridad, cuando por definición y esencia la solidaridad es voluntaria.  De un tiempo a esta parte ha vuelto el sambenito de considerar todo trabajo como una “explotación”.  Por absurdo que parezca, una parte de los ciudadanos se ve cautivada por este grosero discurso que, en el extremo de su delirio, niega la enorme crisis que sufre Venezuela por haber seguido esas ideas estatistas y de falsa igualdad. Con pasmoso cinismo, nos dicen que allá no hay crisis, que todo es un montaje de la CIA.

Un discurso que supuestamente persigue que el mercado funcione “mejor”, pero que —poco a poco— se pone en evidencia cuando empieza a inmiscuirse e intervenir en forma abierta en detalles que el Estado no debería siquiera tratar.  Se impone así la fatal arrogancia de “corregir” al mercado, incluso en contra de su lógica espontánea.  El disfraz de “defensa del consumidor” suele usarse con eficacia para infiltrar controles absurdos.  Los “malditos” multicines son un caso.  El Estado pretende modificar un modelo de negocio, redefiniendo lo que desde el Estado se cree que es el “producto real” que se vende.  Así, se dice que los multicines solo “venden visionado de películas”, por lo que no tendrían derecho a definir dentro de su producto el tipo de alimentos a consumir en sus salas y que estos se adquieran en sus mismas instalaciones.  Este consumo de alimentos —que no es obligatorio y que solo algunos realizan— permite mejorar los ingresos, elevar la calidad del servicio principal, cubrir costos de mantenimiento del local e incluso reducir el precio de la entrada para que finalmente el negocio se optimice.  No es un abuso desde que la gente acepta pagar y consumir esos alimentos sin estar obligada a hacerlo.  Si fuese verdad que hay abuso, teniendo en cuenta que hay libre mercado, otros operadores ya habrían ganado competitividad omitiendo ese “abuso” en su modelo de negocio.  En todo caso, las opciones estarían abiertas para que los consumidores finales sean siempre los más beneficiados.

¿Qué sigue? Pues sentenciar que, en una discoteca, un espectáculo musical o un teatro de variedades, el producto que ofrecen no tiene por qué incluir la venta de tragos y piqueos.  Entonces la gente iría a las discotecas o a un concierto de Eva Ayllón en la Estación de Barranco, con sus six pack, su fuente de chanfainita y hasta su caja china.  Contra este aquelarre estatista, contra el retorno de las ideologías del odio, la envidia y la miseria, se requiere “ideologizar” aquellas reformas de los noventa y las de segunda generación, que se defiendan las ideas que están detrás del éxito económico (relativo) del libre mercado, que viene sosteniendo en el último cuarto de siglo un crecimiento económico y una prosperidad inéditas en nuestra historia.  Que se destierre la falsa igualdad forzada por la ley y que se tenga como principio fundamental la igualdad ante la ley.

Cuánta razón tiene Antonio Escohotado cuando nos dice que cada vez que se progresa en libertad, cuando se produce un aumento de prosperidad, la gente pide seguridad para controlar ese progreso.  Entonces el ideal comunista reaparece y vuelve a plantear sus exigencias. No es cierto entonces que surja el comunismo cuando la gente la está pasando muy mal. Todo lo contrario. Cuidado.

 

Darío Enríquez
28 de febrero del 2018

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