¿Y el reglamento de la ley de oenegés? ¿Qué pasa?

La ley que incrementa las funciones de control de la Agencia Peruana de Cooperación Internacional (APCI) con respecto a los recursos externos que reciben las oenegés –luego de haber sido aprobada en el Congreso varias semanas atrás– todavía no ha sido reglamentada por el Poder Ejecutivo, tal como manda la Constitución. Y como todos sabemos, en el país, las leyes que no se reglamentan son derogadas en la práctica. ¿Acaso el Ejecutivo ha decidido no reglamentar la mencionada norma y hacerse de la vista gorda frente al tema?

El asunto es extremadamente grave porque no solo se está atentando contra la soberanía nacional del país, sino que se está creando una aristocracia sin controles ni responsabilidades frente al Estado de derecho. Únicamente en el Perú puede presentarse una situación parecida. En Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y otras naciones desarrolladas existen normas parecidas a la aprobada por el Congreso peruano, incluso con penas más severas en caso de incumplirse lo estipulado.

No es casualidad que en las últimas décadas se haya producido un lento deterioro del sistema de representación a través de los partidos y que las empresas en los mercados hayan sido sobrerreguladas de tal manera que la creciente informalidad parece perpetuarse. En otras palabras, se ha sobrerregulado hasta el límite a dos instituciones centrales de las democracias modernas –los partidos y la empresa privada– con el objeto de debilitarlas. ¿Acaso ese no es el camino del autoritarismo y la centralización del poder en el Estado y la colectivización de la economía?

Mientras se restringía el aporte del sector privado a los partidos (una situación que ha sido modificada parcialmente por el Congreso) las oenegés en el Perú se convertían en una aristocracia sin controles, determinante en la construcción de todas las narrativas y las políticas públicas de las últimas décadas. Parecían tener un derecho a desarrollar políticas públicas –en nombre de una gaseosa representación de la sociedad y la iniciativa ciudadana– por derecho y prerrogativas ideológicas.

No es exagerado sostener que el destino del país en las últimas dos décadas dependió más de las oenegés que de los partidos. Claro, alguien podrá sostener que Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, PPK y Pedro Castillo ganaron las elecciones con sus respectivos partidos. Sin embargo, la feroz guerra política que ha bloqueado al Perú, que ha desatado cuestionamientos de la transparencia en los procesos electorales, proviene del informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación –auspiciada por todas las oenegés progresistas habidas y por haber– que, frente al terror del colectivismo senderista, en vez de celebrar la victoria de la libertad y la paz, dividieron al Perú entre buenos y malos, entre fujimoristas y antifujimoristas. Ningún gobierno elegido en las últimas décadas pudo escapar a la lógica de hierro de la narrativa que promovía la polarización.

Y si miramos las narrativas en contra de la minería moderna promovida por las oenegés anticapitalistas –una de ellas acaba de recibir cerca de US$ 1.5 millones– queda en evidencia la enorme influencia de estas entidades sin controles del Estado de derecho. Las oenegés antimineras, generalmente, suelen recibir financiamiento de los competidores internacionales del Perú en la producción de minerales, sobre todo en cobre. El Perú produce aproximadamente 2.7 millones de toneladas métricas de cobre (TMC) anuales y ha dejado de explotar aproximadamente 1.5 millones de TMC por las campañas de las oenegés antimineras y los sectores del radicalismo antiminero.

En este contexto, ¿el Estado de derecho debe renunciar a fiscalizar a las oenegés? La respuesta es categórica. De ninguna manera. Entonces, ¿cómo se explica la demora y la indiferencia del Ejecutivo con respecto a una norma de enorme trascendencia para la democracia y el desarrollo del país?