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La semana pasada Martín Vizcarra se presentó ante el Congreso para defender el cierre inconstitucional del Legislativo realizado el 30 de setiembre del 2019 e invocando una figura que no existía en la Constitución y que nunca podrá existir en un texto constitucional que se considere democrático y republicano. Con el apoyo circunstancial de la población, con el control del mando de las fuerzas armadas y la policía nacional y del entonces Tribunal Constitucional y el sistema de justicia –como todos los golpes en América Latina del último medio siglo–, Vizcarra, como el mago saca el conejo del sombrero, invocó la figura de “la denegación fáctica de confianza” y procedió a perpetrar el golpe de Estado.
¿Cómo se puede cerrar un Congreso, la otra institución elegida por el sufragio popular –junto a la Presidencia de la República– invocando una figura que no existe en la Carta Política? Imposible. Es más, la idea de “una denegación fáctica de confianza” es un oxímoron que no resiste el menor análisis. ¿Por qué? La cuestión de confianza, es un acto jurídico expreso y público y, siguiendo un procedimiento constitucional que contabiliza los votos de los representantes, le comunica a la nación que la confianza ha sido denegada y, por lo tanto, en el Legislativo se asumen todas las consecuencias constitucionales que acarrea semejante decisión. Una de esas consecuencias es la disolución del Congreso en caso de dos negativas de confianza.
Vizcarra, como cualquier dictador latinoamericano, con la sola diferencia que echaba mano de la tinterillada progresista que relativiza cualquier artículo o institución constitucional, creó la figura de “la denegación fáctica” para sacar los tanques a la calle y cerrar el Legislativo. Más tarde, un Tribunal Constitucional sin sus miembros completos, y con todos sus integrantes con los plazos vencidos, se negó a pronunciarse sobre el tema. Un nuevo Tribunal Constitucional, con todos sus integrantes y con sus plazos en vigencia, ha señalado categóricamente que la argucia de la denegación fáctica es contraria a la Constitución.
Pero eso no es todo. La voluntad del presidente –que se convertía en autócrata- de avasallar al Legislativo se expresa en el hecho de que la magia de la denegación fáctica se dirigió en contra de una función exclusiva y excluyente del Congreso. Es decir, en contra de la facultad de elegir a los magistrados del Tribunal Constitucional porque todos tenían los plazos vencidos. ¿Por qué la Constitución establece facultades exclusivas y excluyentes del Legislativo? Porque si el Ejecutivo interfiriera en esas competencias, entonces, ya no habría un sistema de equilibrio de poderes y contrapesos, sino una autocracia. Y eso es precisamente lo que surgió luego del golpe de Vizcarra.
La vacancia de Vizcarra por 105 votos del Congreso que él mismo promovió es la confirmación que en el Perú solo son vacados los jefes de Estado que quiebran la constitucionalidad, tal como sucedió con Alberto Fujimori, Vizcarra y Pedro Castillo, más allá de que el presidente Fujimori haya representado tendencias constructivas en tanto que Vizcarra y Castillo solo sumaban tendencias destructivas.
El debate sobre la naturaleza golpista del cierre del Congreso del 30 de setiembre del 2019 es uno que marcará los relatos y las narrativas en los próximos años. Las izquierdas progresistas, neocomunistas y comunistas en las últimas tres décadas nos han estado contando una historia acerca del golpismo de la derecha por la interrupción del 5 de abril de 1992. Sin embargo, si contamos el golpe de Juan Velasco Alvarado, el golpe de Vizcarra, el golpe de masas contra el gobierno constitucional de Manuel Merino y el golpe fallido de Pedro Castillo, es incuestionable que la izquierda es la mayor fuerza golpista del último medio siglo. Es más, se podría decir que la izquierda antisistema es sinónimo de golpe y quiebre constitucional.
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