La comisión de Constitución del Congreso de la R...
Mientras Urresti ataca a todos, la delincuencia y la inseguridad avanzan.
Mientras el ministro del Interior, Daniel Urresti, se trompea con los líderes y partidos de oposición, el desborde social de la criminalidad continúa agravándose. Se acaba de conocer que pobladores de Tambopata, en Juliaca, lincharon a un delincuente quemándolo vivo. Es decir, aplicando la pena de muerte por cuenta propia, tal como sucedía en los tiempos del Far West norteamericano y sucede aún en aquellas sociedades donde no existe un contrato social.
La paradoja de esta situación es que el señor Urresti es el principal responsable de la crisis de seguridad ciudadana y, sin embargo, busca eximirse de ella mediante la vieja estrategia autoritaria de “enfrentarse” a “los políticos tradicionales”. En cualquier caso, tarde o temprano los ciudadanos reclamarán con energía y le pasarán la respectiva factura política.
Lo sucedido en Juliaca no es sino uno de los múltiples rostros del desborde social de la criminalidad. Como lo hemos sostenido antes en este Portal, han comenzado a surgir en el Perú ciudades, provincias y distritos controlados por bandas criminales que “imponen un orden del delito” mediante el cobro de cupos y diferentes modos de extorsión. De una u otra manera, el Chicago de los años treinta, que se aterraba ante Al Capone, parece volver a nuestras atribuladas ciudades.
En Trujillo, Chiclayo, el sur de Lima, San Juan de Lurigancho, y la capital, las organizaciones criminales exigen mensualmente pagos a los pequeños negocios a “cambio de protección”. De lo contrario, las sanciones van desde el ataque a los activos de los emprendedores hasta la máxima pena: la muerte a manos de sicarios que se alquilan al paso. En Trujillo, por ejemplo, los taxistas comienzan a convivir con estas organizaciones criminales y a aceptarlas como un ordenamiento natural, en el que el Estado está absolutamente ausente.
Si bien es cierto que el Perú es uno de los países con más baja tasa de homicidios en América Latina –desde el 2009 se mantiene en menos de 10 por 100 mil habitantes-, tiene la percepción más alta de inseguridad debido a que los delitos de hurto, robo con arma blanca o de fuego, y la extorsión, se han multiplicado desmesuradamente en diversas regiones y áreas de la capital.
En diversas encuestas de los últimos años se percibe cómo el desborde social de la criminalidad se ha posesionado como el principal problema del país. El 41% de los encuestados lo consideraba así en el 2010, el 47% en el 2011 y el 61% en el 2012.
La gravedad del asunto es que ni el gobierno ni el ministro Urresti parecen conscientes del drama que afecta a nuestra sociedad. El titular de Interior solo parece interesado en seguir escalando en las encuestas y, a estas alturas, ya se ha convertido en un showman exclusivamente dedicado a crear noticias sensacionalistas. Afrontar la crisis de seguridad ciudadana implica plantear una reforma integral de la policía, no solo de su estructura interna, sino, sobre todo, de su relación con los municipios y las comunidades locales.
El problema es tan complejo que se requiere una movilización del Estado en su conjunto a través del sistema nacional de justicia. El Ministerio Público, el Poder Judicial, el Ministerio de Justicia (INPE) están entre los actores que deberían impulsar esta cruzada contra la criminalidad, pero para eso se requiere liderazgo. Ni el jefe de Estado ni el ministro del Interior parecen interesados en asumir ese papel.
Otra vez vale repetirlo: mientras el ministro Urresti se saca la camisa para pelear con los líderes políticos degradando al espacio público, el Perú cada día se parece al viejo Far West o al Chicago de Al Capone.
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