La comisión de Constitución del Congreso de la R...
No obstante que existe una sentencia firme del Tribunal Constitucional (TC) acerca de que no pueden plantearse acciones de amparo en contra de las funciones exclusivas y excluyentes del Congreso, reconocidas en la Constitución de 1993, la Tercera Sala Constitucional aceptó una medida cautelar que ordena al Legislativo suspender de manera provisional la investigación en la Comisión de Justicia en contra de los miembros de la Junta Nacional de Justicia (JNJ).
Ante la extraña decisión de los jueces de la mencionada sala, la Junta de Portavoces del Legislativo acordó continuar con el debate para abordar el caso de la investigación en contra de los miembros de la JNJ. En otras palabras, se avizora un nuevo enfrentamiento de poderes. Por otro lado, los miembros de la JNJ decidieron que no asistirán al Congreso para acatar la resolución de la Tercera Sala Constitucional, arguyendo que las resoluciones judiciales obligan a un acto de “respeto y cumplimiento”.
La decisión de los jueces de la Tercera Sala Constitucional, a nuestro entender, es muy grave, considerando que hubo un proceso competencial que interpuso el Congreso ante el TC sobre el tema de los amparos contra las funciones exclusivas y excluyentes del Legislativo. Y, sobre todo, la gravedad se acrecienta cuando se repara en que, incluso, se produjo un golpe de Estado durante el Gobierno de Martín Vizcarra para detener el ejercicio de las funciones exclusivas y excluyentes del Congreso (la elección de los miembros del TC).
Quienes han leído la Constitución saben que el Congreso tiene la facultad de remover a los miembros de la JNJ por una eventual falta grave, con el voto de dos tercios de los congresistas. Sin embargo, el constitucionalismo progresista –que apareció en toda su intensidad durante el gobierno autoritario de Vizcarra– ha desarrollado las más diversas y elásticas posiciones para sostener que una “falta grave” –es decir, un concepto que depende de la decisión soberana del Congreso para el control político– no es una falta grave y depende de muchos otros factores. Con esta aproximación la “falta grave” mencionada en la Constitución ya no existe.
El constitucionalismo progresista suele desarrollar sus argumentaciones con gran impacto mediático; y de pronto, la Constitución es un cajón de sastre donde todo puede caber. Por ejemplo, los miembros de la JNJ deciden hasta cuándo quedarse en el cargo –más allá del mandato constitucional de ejercer la responsabilidad solo hasta los 75 años– y le piden a un organismo administrativo (SerVir) que interprete la Constitución.
Vistas las cosas así, es necesario sostener que este constitucionalismo progresista es tan nocivo para la institucionalidad y la libertad como las propuestas comunistas que plantean una asamblea constituyente. La diferencia reside en que el constitucionalismo progresista lo destruye todo desde adentro, invocando y torciendo los preceptos constitucionales para convertir la Constitución en letra muerta, mientras que los promotores de la constituyente pretenden destruir la Constitución con el asalto de las masas.
Bajo los criterios del constitucionalismo progresista, dos golpes de Estado en la última década, por ejemplo, pueden pasar como “procesos democráticos”. El golpe de Martín Vizcarra se hizo invocando una supuesta “denegación fáctica de la confianza”, una figura que no existe en la Constitución, y que no puede existir. Una figura inexistente que, igualmente, se planteó en contra de una función exclusiva y excluyente del Legislativo. Asimismo, el golpe de Estado que alentaron las corrientes progresistas en contra del gobierno constitucional de Manuel Merino es otro claro intento del progresismo de convertir un burdo golpe de masas o un simple asalto insurreccional en un proceso constitucional.
El Congreso, el Tribunal Constitucional y el propio Poder Judicial, deben tener la suficiente madurez constitucional para procesar este nuevo enfrentamiento, artificial y arbitrario desde cualquier punto de vista, habida cuenta de que el TC ya emitió una sentencia firme estableciendo que los amparos no pueden plantearse contra las funciones exclusivas y excluyentes del Legislativo.
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