Desde las reformas económicas de los noventa, la Consti...
La reforma estatista que impulsó el ex ministro de Educación Jaime Saavedra, en vez de convocar a consensos entre las universidades públicas, asociativas y privadas, a favor de la calidad, desató enfrentamientos entre los claustros y la burocracia instalada en la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu). El mejor ejemplo es la manera como se están llevando a cabo los procesos de licenciamientos, no obstante que la mencionada entidad no ha presente el TUPA respectivo para implementar el proceso. Semejante situación ha determinado una discrecionalidad de los burócratas que se presta a todo tipo de abusos, tal como se ha denunciado en la comunidad universitaria.
En la base de los yerros de este proceso está una concepción estatista que solo busca empoderar a la burocracia estatal en la búsqueda de la calidad académica, en vez de empoderar a los ciudadanos y consumidores (léase padres de familia y alumnos) con suficiente información sobre la calidad de los claustros, de modo tal que ellos se encarguen de sancionar a las universidades de mala calidad. Sin matrículas, las malas universidades desaparecen. Ahora bien, la idea de empoderar al burócrata está directamente vinculada a la voluntad de excluir al sector privado de la educación en el Perú. Algo de eso ha estado pasando en la conducta permanente de la Sunedu.
Por todas estas consideraciones, sin necesidad de afectar el espíritu procalidad de la Ley Universitaria (Ley N° 30220) es hora de que el Ejecutivo y el Congreso consideren la posibilidad de desarrollar importantes modificaciones a la mencionada norma. Es incuestionable que el cambio principal tiene que ver con la dependencia de la Sunedu del sector Educación. En otras palabras, el nombramiento del Superintendente de la Sunedu no debería depender del Ministerio de Educación. Según la propuesta del Instituto Peruano de Derecho Educativo se debería establecer un Consejo Directivo compuesto por representantes de la sociedad civil, con calificaciones técnicas y una visión plural sobre los modelos de universidad. El mencionado Consejo Directivo se debería encargar de elegir al superintendente, a semejanza del Sistema Nacional de Acreditación y Certificación de la Calidad Educativa (SINEACE), que ha venido funcionando con eficiencia e independencia académica.
Otra modificación trascendental en la Ley Universitaria, a nuestro entender, tiene que ver con el papel del licenciamiento y la acreditación de las universidades. Según la actual ley los licenciamientos son de carácter temporal, una situación que acrecienta el poder y la discrecionalidad de la burocracia. Los licenciamientos de las universidades deberían entonces ser permanentes, y cuando los claustros incumplan las normas deberían ser pasibles de sanciones severas, incluso el cierre de la respectiva universidad.
En los sistemas universitarios de Estados Unidos y Europa los licenciamientos son permanentes. Sin embargo lo que sí es temporal es la acreditación. Es decir, cada cierto tiempo las mejores universidades del planeta se someten a los procesos de acreditación que desarrollan entidades y organismos independientes de la autoridad estatal. Por ejemplo, una carrera de derecho puede estar acreditada, pero la falta de renovación y competencia pueden llevar a que la carrera simplemente se desactualice. En ese contexto, la acreditación se convierte en una herramienta de permanente evaluación, actualización y superación.
En todo caso, ha llegado el momento de que el Congreso, la sociedad y los medios de comunicación procesen esta imprescindible discusión, que tiene que ver con el modelo educativo que debemos organizar para superar la temida de trampa de ingreso medio. Sin una reforma de la universidad no existirá el capital humano calificado que posibilite diversificar la economía nacional mediante la innovación.
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