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El ambiente artístico limeño parece estar cobrando nueva vida en los últimos tiempos. Y parte de ese renacimiento son las grandes muestras retrospectivas de las obras de nuestros más reconocidos artistas plásticos. A las recientes de Fernando de Szyszlo y Gerardo Chávez se suma ahora la de Alberto Quintanilla (Cusco, 1934), titulada Allinta Yachay, que actualmente se está exponiendo en la Galería Germán Krüger del ICPNA. Es una excelente oportunidad para reencontrarnos con el imaginario andino desplegado en las obras de Quintanilla –uno de los artistas peruanos con mayor reconocimiento internacional—, en las diversas facetas de su más de 50 años de labor creativa, como el dibujo, la pintura, el grabado, la litografía y la escultura metálica.
Quintanilla nació en la ciudad de Cusco, el 29 de abril de 1934, y desde niño se sintió impresionado por la escultura y la pintura “occidental”; pero también por la artesanía popular, especialmente por los mitos y leyendas que en ellos se graficaban. Terminada la educación secundaria ingresó a la Escuela Regional de Bellas Artes del Cusco, pero a mitad de su carrera decide viajar a Lima para trabajar y completar su formación en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Egresa como la Medalla de Oro de su promoción, lo que le vale para obtener, en 1953, una beca del Gobierno francés para trabajar nada menos que en el Museo de Louvre. Después obtendría otra beca para Dinamarca. Desde entonces Quintanilla ha pasado buena parte de su vida entre el Perú y Europa, especialmente París.
Allinta Yachay (aprende bien) es una muy amplia muestra de la obra de Quintanilla. Se inicia con algunos de sus primeros cuadros, en los que todavía resulta notoria la huella de los maestros indigenistas, de los que se diferenciaba más que nada por su interés en lo mítico e irreal. Si se puede hacer un paralelo literario, diríamos que la obra de Quintanilla es al indigenismo pictórico de las primeras décadas del siglo XX lo que la obra de Arguedas al indigenismo narrativo que lo antecedió. Pronto Quintanilla comienza a explorar ese universo andino mítico a través de los grabados, en la línea de los de Goya. Ya para los años setenta traslada ese universo a los lienzos, con abundante profusión de colores, entre los que priman el rojo y el azul. Paralelamente al desarrollo de esta obra de madurez, el artista comienza a experimentar con la escultura, aunque en ella se muestra mucho más “realista”, pues representa más que nada a los personajes de las fiestas populares que vivió con mucha intensidad en su infancia y adolescencia.
Mucho de la fama y el reconocimiento internacional alcanzado por Quintanilla se debe a la originalidad y calidad de su universo pictórico, reconocible casi a primera vista, como suele suceder con los de los grandes creadores. Este “mundo” fantástico de Quintanilla tiene muchas características notorias, desde los rostros de las personas —muchas veces simultáneamente de frente y de perfil— hasta la recurrente presencia de perros. “El perro en la pintura de Quintanilla es el amigo fiel del hombre, que de tanto estar pegado a él ha adquirido sus más grandes defectos, se ha humanizado”, ha escrito Alfonso Castrillón en un ensayo sobre la obra del artista cusqueño. Y Jorge Bernuy, curador de esta muestra, afirma que Quintanilla “conjuga simultáneamente la figuración y la abstracción convirtiendo lo insólito en cotidiano. Pero lo que vivifica su obra es, sobre todo, una lección de amor, una comunión con las fuentes del hombre”.
La exposición se puede visitar de 11:a.m. a 8: p.m. hasta el 18 de febrero en la Galería Germán Krüger del ICPNA, avenida Angamos Oeste 160, Miraflores.
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