Darío Enríquez

Una extrema crispación sigue imperando en el país

Tenemos que detener esta ola autodestructiva

Una extrema crispación sigue imperando en el país
Darío Enríquez
12 de septiembre del 2018

 

Hace unos meses escribimos unas líneas sobre los peligros de una extrema crispación en el ambiente político en nuestro Perú. Hoy vemos cómo es que todo eso, lamentablemente, no sólo se ha confirmado, sino que se ha consolidado como un rasgo cotidiano de nuestro acontecer nacional. La constatación de tal fenómeno excede los límites de lo político. También hay una exacerbación social y cultural. Recordemos aquel raro incidente en el que dos jóvenes inmigrantes chinos estuvieron a punto de ser linchados por una turba que los acusaba de cocinar perro en su chifa. Recientemente hubo una ola de sentimiento contra los inmigrantes venezolanos que huyen del socialismo del siglo XXI de Chávez y Maduro. Lo último, una iracunda y violenta reacción en redes contra un comercial de una gran tienda de almacenes, supuestamente racista.

En esos tres incidentes, y en muchos otros que podrían integrar una larguísima lista de despropósitos y absurdos, identificamos tres elementos en común: 1) Estallan y se propagan a través de medios combinados, de prensa convencional y de redes sociales; 2) El anonimato suele acompañar el desencadenamiento del fenómeno, al que luego se suman personajes mediáticos que alimentan su propagación; 3) Hacen gala de una virulencia y de una intolerancia supina contra “el otro”, en temas en los que finalmente se llega a demostrar una mentira abierta, cuando no medias verdades o interpretaciones que debieran estar totalmente abiertas a la opinión.

Hay una irrefrenable tendencia a la censura, la proscripción, la estigmatización y hasta la criminalización de quienes piensan diferente. De uno y otro lado. Todo ello se perpetra sobre la base de una pretensión de pensamiento único con un nocivo perfil identitario: el individuo poco importa, solo es relevante el grupo al cual pertenece; y esa pertenencia forzada lo “obliga” a asumir la posición “políticamente correcta”, negando las particularidades de su individualidad.

En el caso del chifa, se llegó a demostrar que nunca se cocinó perros en ese lugar. Incluso muchos personajes y autoridades del medio acudieron luego a ofrecer una suerte de resarcimiento público a favor de los propietarios. Pero la agresividad quedó instalada y el prejuicio de marras falsamente confirmado: los chinos son “comeperros”.

En el tema del éxodo venezolano, el problema ha enraizado profundamente a partir de que uno de los candidatos a la alcaldía metropolitana se le ocurrió usar el conflicto para ganar votos. Es notoria la disputa de espacio socioeconómico en sectores populares de informalidad y subsistencia. La virulencia e intolerancia de unos contra los otros, de todos contra todos, ha alcanzado niveles insospechados: nulo debate, mil improperios.

En el caso del supuesto comercial racista, se ha llegado a lanzar todo tipo de insultos a quienes dudamos de la interpretación de los “indignados”. Hasta se nos “acusa” de ser tanto o más racistas que el mismo Hitler, banalización que ofende la memoria de las reales víctimas del nazismo. Quienes no vemos racismo en ese comercial podríamos “acusar” de acomplejados y resentidos a los que sí lo ven. Me pregunto, ¿Acaso es nivel de debate que queremos en nuestra sociedad? ¿No podemos debatir con mínima altura? ¿El único camino es proscribir, estigmatizar y hasta criminalizar al que piensa diferente?

Tenemos, sin lugar a duda, un grave problema como sociedad, y nuestros líderes lo atizan en vez de enfrentarlo. No hay mínima cultura de convivencia pacífica. Desde hace buen tiempo la propuesta de unos y otros es la de destruir al adversario. Hasta se han perdido las formas, se entremezclan sin ningún pudor hechos, especulaciones, supuestos y hasta flagrantes mentiras. Y los damos por válidos si se trata de un “enemigo”, o los ocultamos si se trata de un “amigo”. Muchas falsedades mantienen su vigencia, como si fueran verdades, porque el daño ya está hecho y no hay manera eficaz de revertirlo. Se da crédito a cualquier especie que circule si perjudica a quien es sujeto de nuestros odios más viscerales. Lo de atribuir a un líder político la responsabilidad de un litigio entre una iglesia evangélica y un club de fútbol supera todo absurdo y cruza toda línea de mínima autoestima. Resulta muy peligroso que la irracionalidad de turbas y pandillas se convierta en referente.

Que las campañas políticas desde 1990 hayan buscado febrilmente la demolición del otro, en vez de presentar propuestas, nos está pasando factura. Desde entonces hasta hoy, tanto las elecciones generales como las municipales han sido marcadas por el “anti”, desde todos los espacios y posiciones políticas. Nadie se salva. Se ha envilecido lo que en cualquier democracia avanzada es algo elemental: conversar y concertar con los adversarios políticos, e incluso con los propios correligionarios. Es penoso el espectáculo de negar reuniones para luego tener que aceptarlas. Es el colmo. Si no se conversa, ¿cómo llegar a acuerdos? Las concertaciones políticas requieren un primer periodo de reserva, para luego anunciarlas públicamente si se llega a acuerdos. No tiene nada de malo. Pero allí está la turba mediática en marcha para censurar, proscribir, estigmatizar y hasta criminalizar actos políticos absolutamente normales y necesarios, si es que son realizados por sus adversarios.

El castigo a la corrupción es irreversible y los que están comprometidos no podrán evitarlo, aunque desplieguen todo su poder económico y mediático para demoler a quienes harán justicia. No es cuestión de partidos, porque todos sin excepción han sido alcanzados por la corrupción. Esa es paradójicamente una de las ventajas con que contamos: ningún partido puede aducir que “nosotros sí somos honestos” sin provocar carcajadas, además de un rechazo ciudadano contundente. Las responsabilidades frente a la corrupción deben ser asumidas por quienes cometieron los delitos. Y el castigo debe llegar, aunque se trate de uno de los “nuestros”.

Pero apenas debatimos sobre cómo evitar la corrupción a futuro. El tamaño del Estado y su intromisión en actividades propias de la sociedad civil es la clave de esta reflexión. El Estado debe centrarse en servicios sociales de modalidad subsidiaria, seguridad ciudadana altamente eficaz y protección de nuestra soberanía. No debe combatirse la corrupción del gran aparato del Estado con más Estado.

Es hora de hacer un llamado a la cordura y lograr un cambio radical de actitud, porque como están las cosas perdemos todos. Nuestros líderes no están dando la talla, tampoco los personajes mediáticos ni los ciudadanos. No actuemos como lo hacen quienes emulan a la madre falsa de la historia de Salomón: “Si el bebé no es para mí, que lo corten en pedazos”. El futuro del Perú nos espera.

 

Darío Enríquez
12 de septiembre del 2018

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