Martin Santivañez

Soberanía clásica versus soberanía selectiva

El triunfo del yo sobre la comunidad

Soberanía clásica versus soberanía selectiva
Martin Santivañez
01 de julio del 2019

 

La discusión sobre la ideología de género ha llegado a la OEA. Diversos grupos provida han manifestado su interés en lograr que el organismo internacional apoye políticas familiares, en lugar de promover la expansión de iniciativas ancladas en la ideología de género. El Perú ha tenido un protagonismo histórico en este reclamo. Un capítulo más de la guerra cultural se desata ahora en el foro americano por excelencia. Latinoamérica se ha convertido en un gran campo de batalla en el que la ideología de género es el caballo de Troya de un proyecto político de larga envergadura. La polarización ideológica ha llevado a poner en duda incluso el propio concepto de soberanía, sobre el que se basa la existencia de los estados-nación americanos. Si cambia la idea de soberanía, cambia el Estado. Y hacia eso apuntan los defensores del género. 

En efecto, la soberanía es clave para comprender la fundación y el desarrollo del Estado moderno latinoamericano. El poder exclusivo y excluyente del pueblo soberano es un obstáculo para los ideólogos de género, que consideran que, por encima de la soberanía estatal, se encuentra el programa ideológico que debe ser legitimado por el derecho, incluso en contra de la elección de las mayorías. En tal sentido, lo que quiera la mayoría ya no interesa. Si la mayoría prefiere que el Estado promueva a la familia, el Estado debe responder con un nuevo concepto de “soberanía selectiva”.

En el fondo, para este nuevo orden, solo importa lo que los ideólogos quieren promover. La soberanía ya no se basa en el consenso del liberalismo clásico. Ha nacido la soberanía selectiva. El poder ya no es del pueblo, solo de una elite. Esto transforma por completo la esencia de la democracia. La democracia ya no es el consenso de la mayoría. La democracia, bajo esta idea de “soberanía selectiva” sería la defensa ideológica de ciertos derechos creados por la voluntad y la libertad, esencialmente infinita. Los límites de la libertad ya ni siquiera son fijados por el consenso democrático. Ahora las minorías pueden exigir el reconocimiento de derechos en función a consensos parciales y cada vez más fragmentados. La fragmentación relativista es el signo indeleble de la soberanía selectiva. 

No cabe duda de que detrás de esta transformación del orden político subyace una particular forma de comprender la libertad. La libertad infinita, la libertad basada en la voluntad egoísta, la libertad que se complace en la satisfacción del eros y en la negación de la realidad es el fundamento de la soberanía selectiva. Los deseos son juridificados y politizados hasta el punto de crear un orden político de minorías altamente ideologizadas que combaten y desprecian a las mayorías basadas en la sacralización de la voluntad individual.

Ciertamente, el triunfo del yo sobre la comunidad es el signo de nuestro tiempo. Con todo, aún quedan rezagos de la comunidad política fundada en la virtud y el deber (Roma), aunque se expanda por la tierra el gnosticismo que altera la realidad en función a la voluntad.

 

Martin Santivañez
01 de julio del 2019

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