Jorge Varela
Sed de Poder
La ilusión de vencer a la nada
¿Cuántos seres ambiciosos, en el ejercicio de la ‘voluntad de poder’, han violado sin freno los derechos de millones de personas hasta conducirlas a la ignominia, a la miseria, a la degradación, al exterminio? En su afán de comportarse como seres superiores –mucho antes de que existiera Nietzsche– estos hombres se convencieron de que bebiendo hasta el fondo ‘el néctar del poder’ podían actuar como si fueran dioses.
Es el poder ilimitado –siempre el poder– ese amante seductor del que es imposible separarse. Es el poder que ata de por vida; un poder al que no lo vence ni la muerte de sus adictos, bajo cuyo amparo han engordado y gobernado tantos paranoicos delirantes afirmando ser servidores del pueblo.
Por desgracia el planeta Tierra continúa siendo sometido por hombres sedientos de poder, de privilegios (de prebendas, dinero), convirtiendo los vericuetos del Estado en un sitial propicio para cometer tropelías y acciones depredadoras, espacio donde no admiten a los probos, honestos y limpios de corazón.
Más de algún cínico argumentará: pero, ¿qué hay de sorprendente en que ello haya sido y sea así? Hay quienes sostienen con impudicia: ‘la corrupción somos todos’; que es lo mismo que decir que todos somos corruptos e inmorales. Y ocurre que si todos somos corruptos, nadie es corrupto. En el lodazal político del poder todo está permitido: desde mentir, robar, defraudar, eludir impuestos, cohechar, sobornar, comprar conciencias para enriquecerse, e inclusive pervertir y exterminar al otro (sea adversario o no).
¿Cerrar los ojos?
Es en circunstancias como las descritas –mientras los poderosos disfrutan eufóricos de placer su travesía hacia la hegemonía total–, cuando se entiende mejor el alcance cínico de la frase de un ex-ministro: “hay que cerrar los ojos”. ¿Para qué? ¿Para no ver de esta forma, las humillaciones y desgracias que dejan a su paso nefasto representantes y personeros de las instituciones públicas y económicas? (Lo dijo el exvocero de la Concertación, antigua coalición gobernante, en una entrevista radial el 24 de marzo de 2015).
Para desenvolverse y nadar en un fango tan espeso como ese se requiere de varias condiciones; por ejemplo, ‘hay que cerrar los ojos’ ante la realidad, abrir bien las vías respiratorias para aspirar el olor del dinero, taparse la nariz para no sentir la fetidez de los delitos que se cometen, taponarse los oídos para no escuchar el descontento social, cerrar la boca para no traicionar a otros coautores y cómplices; abrirla solo para mentir y declarar que no se tiene conocimiento de hechos contrarios a la ética, que nada se sabe de ellos, que nadie les advirtió. Para qué seguir, todo es tan evidente, tan sucio, tan penoso, tan deprimente, tan miserable.
El juego embriagador y turbio del poder
El poder como ’principio actuante’, es “un atributo de algún ser o existencia” afirmó David Hume, en “Del conocimiento”. Este poder –no solo el estatal, el político o el económico– radica en un ser particular o en un ente dotado de fuerza y energía: alguien lo ejerce para hacer el bien o para hacer el mal.
Según Michel Foucault, “el poder son unas relaciones, un conjunto más o menos coordinado de relaciones”. Desde su postura, “el poder es en realidad un conjunto abierto, más o menos coordinado (y sin duda tirando a mal coordinado) de relaciones” (entrevista, revista Ornicar, Nº 10, julio de 1977). Foucault admite que “en la medida en que las relaciones de poder son una relación de fuerza desigualitaria y relativamente estabilizada, resulta evidente que esto implica un arriba abajo, una diferencia de potencial”. Precisamente es esta diferencia (de potencial) uno de los intersticios utilizados por aquellos que han trepado los escalones más altos.
El poder es –desde este punto de vista– ‘reticular’: un gran tejido de redes cuyo entramado atrapa sin misericordia a los de abajo para exprimirlos, para dominarlos, para instrumentalizarlos, para convertirlos y pervertirlos, para destruirles su dignidad. Es lo que ha estado aconteciendo en nuestros países, donde las hegemonías se disputan mayoritariamente por arriba. Pero los de arriba también se han enredado en los cables del tendido reticular y son incapaces de cortar ataduras y desprenderse de la inmundicia que los ahoga.
El poder: una compulsión por la hegemonía
El poder además de conformar un amasijo antivirtuoso de ambiciones, soberbia, impudicia, codicia y astucia, y de constituir una trenza deforme de enlaces tortuosos e incestuosos entre política, riqueza (dinero) y sexo, puede ser definido como la compulsión irrefrenable por la hegemonía –por la dominación–,, como el gran intento por vivir la vida sin dolor ni sufrimientos, y por querer la derrota de la muerte, esa única evidencia que nunca muere. El poder es energía circulante: transita, se desplaza, se estaciona; no siempre se instala en forma definitiva en un paradero fijo. Así como se concentra en determinados focos de irradiación, asimismo se deteriora, se diluye o se evapora (como el dinero, como el sexo).
Como pensaba David Hume, no hay idea más oscura en metafísica que la del poder. En la idea de poder –como decía Nietzsche–, “existe siempre la capacidad de utilizar y la capacidad de perjudicar”. (“La Voluntad de poderío”, 349)
De ahí que, siguiendo la línea de análisis de Foucault, si la trama del poder nos involucra a todos, –a unos más, a otros menos–, siempre será posible tensar las cuerdas de la trama, hacer que se estremezca el tejido y remecer toda la estructura. Es que el poder existe, funciona de modo energético y reticular y está en todo y en todos. Aunque su obsesión sea vencer a la nada, al final la nada termina siendo su sepultura más acogedora.
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