Eduardo Zapata

Quiero la paz mundial

Las palabras bonitas no bastan para asegurar el desarrollo del país

Quiero la paz mundial
Eduardo Zapata
15 de marzo del 2018

 

Se ha convertido en un lugar común, lindante con la comicidad, que las señoritas que aspiran a algún “cetro de belleza” —nacional o internacional— respondan, dubitativa y a la vez ingenuamente, que su deseo es “la paz mundial”.

Traigo a colación este hecho porque las opiniones de muchos políticos y especialistas —tal vez con buena voluntad— transitan más por lo que se denomina lo “políticamente correcto”, en vez de arriesgar una opinión espontánea —pero fundamentada— sobre tal o cual situación. Y debo añadir que si las señoritas candidatas producen alguna sonrisa, este tipo de respuestas no hacen otra cosa que aumentar la inflación lingüística. la emisión inorgánica de palabras sin respaldo.

Me preocupa este tema porque la palabra pública está hecha para decir, no para esconder. Para trazar vías de orientación social. Y poco se logra —creo— asumiendo el lenguaje de las tímidas candidatas a los reinados de belleza.

Subrayo lo anterior porque me temo que frente a problemas sustanciales para el Perú de hoy, las opiniones parecen más bien extraídas de estos concursos que del análisis serio y la opinión fundamentada. ¿Bastarán las bonitas palabras para asegurar, por ejemplo. que la inyección económica en educación sea inversión y no gasto?

Somos un país con recursos escasos. Jamás pueblo alguno educó masivamente a su gente para convertirse en Shakespeare, Joyce, Einstein, Al Gore o Ghandi. ¿Por qué nosotros sí lo pretendemos y, por supuesto, no lo logramos?

Estamos equivocando el camino. Nos estamos dejando seducir por el espejismo de la felicidad transitoria que trae consigo el aumento de circulante. Y así como la inflación económica corroe finalmente propiedades individuales y colectivas, la inflación lingüística enajena toda posibilidad de conocimiento real y toda posibilidad de toma de decisiones oportunas.

La educación básica podría ser extendible a ocho años obligatorios. Y debería asegurar alimentación para neuronas abiertas al aprendizaje, y la adquisición de competencias básicas en comprensión de instrucciones, informáticas, inteligencias múltiples y una o dos lenguas extranjeras. Culminando este periodo —claro está— se obtendría una certificación que califique al joven para un trabajo. Todo esto en un contexto lúdico, disciplinado y de fomento al deporte.

Advirtamos que frente a problemas sociales objetivos —pobreza, desestructuración familiar y violencia— es indispensable que el estudiante esté en la escuela hasta las seis de la tarde. Resolviendo sus tareas allí y culminando su permanencia en el espacio educativo con horas diarias dedicadas intensivamente al deporte, como antídoto de males sociales que signan hoy el entorno de la escuela. Me refiero al pandillaje y a la drogadicción.

Y es indispensable también que la escuela trabaje sistemáticamente valores fundamentales para la convivencia civilizada y para la competitividad, valores hoy ausentes en la propuesta educativa. Se trata del valor de la propiedad (claro deslinde entre mío, tuyo y nuestro), el valor del trabajo (todo logro implica un esfuerzo); el valor de la producción y productividad, y finalmente el valor de la libertad.

Pero decir lo anterior no es políticamente correcto. Porque habrá quienes argumenten que subyace detrás de esta propuesta un concepto de educación hipodérmico, que niega “la libertad del niño para construir su propia felicidad”. O porque hablar de esos valores concretos inmediatamente evocaría para algunos que se trata de valores para un “modelo neoliberal”.

La sociedad moderna necesita técnicos, no diletantes recitadores de vidas ejemplares, por valederas que estas sean. A partir de allí, los auténticamente motivados podrán acceder a otros niveles. Pero sin gente calificada para la competitividad y la realización económica y personal inmediata, solo tendremos fábricas de frustraciones.

Invirtamos en ciencia y tecnología, sí. Pero con los mejores. No pretendamos despertar la “curiosidad científica” en quienes necesitan —hoy— aportar a su vida, a la de su familia y al país con su talento y trabajo emprendedor. No excluyamos esto de la construcción de la felicidad del niño o el adolescente, porque precisamente con el ánimo de incluir terminamos excluyendo a los más.

El resto, como lo dicen las Escrituras, vendrá por añadidura.

 

Eduardo Zapata
15 de marzo del 2018

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