Raúl Mendoza Cánepa

Posverdad sin periodismo

Cuando las redes sociales mienten, solo nos quedan los periodistas

Posverdad sin periodismo
Raúl Mendoza Cánepa
19 de febrero del 2018

 

Las redes sociales me convencen de que un mundo sin periodistas sería una ilusión boba. No es que todos los periodistas sean reflexivos, pero en teoría aportan su ciencia a que las informaciones se aproximen a la verdad. Recuerdo mi intromisión en el periodismo, cuando ingresé al staff de la página de Opinión de El Comercio, y descubrí lo que es la exposición editorial a partir del rigor informativo. El editor de Opinión de entonces tenía una metodología científica y sustentaba cada aseveración en data real y comprobada. Era un periodismo serio, con el que no me había enfrentado antes, pues nunca había trabajado en un diario. El editorial no solo reunía hechos bien evaluados y datos verificados, sino también una lógica severa en la elaboración final. No era un asunto fácil, no había lugar para el error; nunca lo hay cuando se trata de la credibilidad de un medio serio.

Hasta antes de la experiencia científica de trabajar en un diario, solo había experimentado la doxa largada al acaso desde las columnas individuales, los blogs y luego desde Facebook y Twitter, paraíso de la ligereza y laboratorio de emociones y verdades aparentes tomadas como paradigmas indiscutibles. Un mundo sin periodistas sería un caos, un culto al rumor, a la emoción y al error: el de la “posverdad”. En el universo “feisbukero” y tuitero todos se tornan en encendidos críticos literarios, peritos en economía, oráculos de la ciencia política, propietarios de la primicia y eruditos de la legislación. Sin embargo, detrás se esconde la emotividad que aplasta. Al decir de la RAE, “las aseveraciones dejan de basarse en hechos objetivos, para apelar a las emociones, creencias o deseos”. El problema es que ese revoltijo virtual de emociones masivas presiona a políticos y jueces, ensalza bazofias como obras de arte, destruye reputaciones, impone nuevos totalitarismos y destruye la libertad de expresión. Frente al radicalismo de ciertas posiciones, o frente a la mayoría brava, es mejor callar para no ser vapuleado.

El término post-truth (posverdad) no es nuevo, se empleó en 1992. Según el diario La Nación (Argentina), lo elaboró el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich, en un artículo publicado en la revista The Nation. En el artículo, Tesich decía: “Lamento que nosotros, como pueblo libre, hayamos decidido vivir en un mundo donde reina la posverdad” (aún no nacían Facebook ni Twitter). Desde luego, quien conozca el proceso complejo y el rigor del mundo periodístico cambiará su perspectiva sobre el valor de las redes sociales. Solo el periodismo formal tiene herramientas para trabajar con la verdad; aunque no todo el periodismo, no aquel que se desvincula de los hechos que contradicen su línea. Luis Miró Quesada de la Guerra acuñó una frase que viene a pelo: “El periodismo, según como se ejerza, puede ser la más noble de las profesiones o el más vil de los oficios”. Por virtud o por mal, el periodismo trasciende hoy a las imprentas y cualquiera que prenda su móvil o se siente a teclear en su PC se considerará un periodista. No es que se requiera título para ser un buen hacedor de noticias u opinante, pero sí rigor científico, compromiso, profesionalismo, control de calidad, formalidad y amor a la verdad. Y ese rigor profesional no lo ofrecen las redes sociales.

Por eso el compromiso de un diario es ser creíble para salvaguardar su valor y salvar al periodismo de la garra de las redes. Por sus virtudes, en un contexto de posverdad tuitera o feisbukera, el periodismo formal debe prevalecer. Jefferson decía: “prefiero una prensa sin gobierno que un Gobierno sin prensa”. Más allá de cualquier criterio adicional, toda regulación sobre los medios será siempre una amenaza, y la opción misma de legislar sobre ellos es ya una afectación potencial a la libertad de expresión.

Cuando las redes sociales exponen sus fallas solo nos queda la prensa de periodistas; la que dista del ánimo de aquel que se sienta a escribir sin ciencia y con premura, regido apenas por su desinformación y su prejuicio. Por cierto, este tiene la certeza (y le asiste el derecho) de que nunca será regulado.

 

Raúl Mendoza Cánepa
19 de febrero del 2018

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