Ángel Delgado Silva
Tesis de abril del 2020
Ante la ineficaz estrategia gubernamental frente a la pandemia
Primera.- No existe aprensión más justificada que la sentida ante la gestión del Gobierno en torno al coronavirus. Ahí está la inoperancia absoluta durante los dos años de Vizcarra en el poder. Y, claro, semejante inacción ha pulverizado todo crédito político ante la ciudadanía. Incluso las encuestas más complacientes fracasan en disimular esta triste situación. Si no fuera por el cierre del Congreso, la provocada confrontación política y la persecución de los adversarios bajo el disfraz jurisdiccional, la popularidad presidencial estaría por los suelos. Por eso ahora no existe razón alguna para creer en los anuncios gubernamentales ni confiar en las medidas planteadas. Es demasiado obvio el retintín complaciente. ¡Imposible no ser escéptico ante la información y las cifras oficiales!.
Segunda.- La cuarentena es una medida necesaria pero insuficiente. No puede ser prorrogada al infinito. Tampoco es la cura para la pandemia en sí. Se requiere de un frente médico y hospitalario idóneo. Sin embargo, la enfermedad ha revelado lo calamitoso de la salud pública peruana. Ciertamente la crisis es histórica; aunque los ineficientes ministros de Vizcarra no hicieron nada por revertirla. Más bien, su impericia la profundizó. Y estos errores explican el desabastecimiento en equipos de respiración, camas clínicas y la bancarrota de la capacidad hospitalaria. Por eso, recién empezados los efectos del Covid-19, ya observamos saturación y desborde. El sistema de salud hace agua y ni siquiera tenemos una data confiable. El ministro del ramo homologa las pruebas serológicas con las moleculares, a sabiendas de que las primeras no detectan al virus en sus inicios, con el único propósito de edulcorar las estadísticas oficiales. En consecuencia, sin exámenes correctos no sabemos el volumen de contagiados. Y ciegos, como las avestruces, estamos satisfechos, a pesar de que fuentes internacionales señalan que en América Latina el Perú encabeza el crecimiento del coronavirus y es uno de los primeros en el mundo.
Tercera.- Pero la inmovilización social, justa en sí, genera serios e inevitables inconvenientes, que preteridos pueden acarrear gravísimas consecuencias. En el largo y mediano plazo: la parálisis del aparato productivo, la ruptura de los circuitos comerciales y la consiguiente quiebra de la cadena de pagos, la pérdida del empleo y la caída brutal del consumo. Probablemente, como dicen los expertos, el Perú retrocederá a épocas infaustas y millones de peruanos volverán a la pobreza. Pero en lo inmediato, en el aquí y ahora, el impacto será más letal todavía. Es sabido que el trabajo informal supera el 72% de la PEA, según las estadísticas del INEI para el año 2019. Y que por obra de la mala gestión gubernamental –que ha frenado la inversión privada sin impulsar la pública– sigue creciendo inexorablemente. Eso provoca que más de un tercio de las familias peruanas vivan del esfuerzo diario, contingente y extremadamente precario. Para estos compatriotas dejar de laborar un día tiene derivas fatales. Simplemente dejan de comer y no cubrirán sus mínimas obligaciones. Al no poseer refrigeradoras, cuentas bancarias ni Internet, les es imposible acumular existencias. Tampoco acceder a los bonos de apoyo social. Es gente que debe salir de su hogar para sobrevivir, para no fallecer por inanición. Por eso están migrando a sus tierras de origen, y muchos se arriesgan desafiando al estado de emergencia.
Cuarta.- Estamos ante un nudo gordiano que el Gobierno no es capaz de desatar. La cuarentena resulta imprescindible para una estrategia de salud válida. Pero, en simultáneo, acusa límites y gravísimas consecuencias colaterales. Por eso jamás podría perpetuarse, incluso en el caso negado de que venciera a la pandemia. Las consecuencias catastróficas de los daños causados, ya directos o colaterales, descartan siquiera imaginar dicha eventualidad. Razón por la cual tampoco justifica imponerla a sangre y fuego, ya que no estamos enfrentando conductas subversivas –como en los estados de emergencias que hemos vivido–, sino a la desesperación de no morir enclaustrado. Más temprano que tarde, la voluntad de sobrevivencia romperá una inmovilización social percibida como coactiva, añadiendo a la crisis una nueva tragedia que lamentar.
Quinta.- Urge un giro en la dirección de la política de salud. La actuación gubernamental debiera concentrarse en los segmentos de mayor riesgo, detectando a los infectados y garantizando su aislamiento y la atención oportuna, como en otras experiencias. Ello en vez de prohibiciones absolutas y medidas draconianas –a la postre ineficaces– que no solo enfrentan a la población, sino que se basan en una idea falaz: que la expansión del coronavirus es por culpa de la gente (aunque las violaciones del estado de emergencia son nimias). Este proceder esconde la incompetencia de las autoridades, que minimiza el déficit en la infraestructura de salud y equipamiento, y que disimula las incoherencias y yerros en la estrategia seguida. Eso explica el énfasis desmesurado en la represión, las detenciones, los enjuiciamientos y, últimamente, las grotescas sanciones pecuniarias: multas ridículas pero abusivas contra una población afligida. Una completa inversión de la responsabilidad.
Sexta.- Se está inaugurando un curso muy peligroso para la nación, su existencia y su libertad. Los elementos autoritarios procedentes del periodo anterior: la fractura del equilibrio de poderes, el uso febril de la cuestión de confianza que debilitó la constitucionalidad, la supremacía exacerbada del presidencialismo, la criminalización de la política, el empleo de la jurisdicción para perseguir adversarios, entre otros, amenazan con alcanzar su cenit. El Ejecutivo continua legislando en la práctica, ausente del necesario control parlamentario. Y porque las palabras se las lleva el viento, no sería de extrañar el ánimo de continuar en el poder, so pretexto del Covid-19 y la emergencia.
Séptima.- Una palmaria muestra del endurecimiento político se refleja en el trato a la información oficial relativa a la pandemia. Tanto las diarias conferencias de Vizcarra ante la prensa, como la autorrestricción informativa de los principales medios, vienen creando un estilo comunicacional parametrado, vertical y monocorde. Cualquier disidencia es asordinada y las noticias inconvenientes son relegadas a los noticieros y programas alternativos, con el evidente propósito de desinformar al país. Todo en nombre de una supuesta unidad para enfrentar la crisis. Esto, que resulta insoportable, es el preámbulo dictatorial. En una democracia de verdad, las crisis, guerras o cataclismos, por grandes que sean, nunca proscriben la libertad de prensa ni el derecho ciudadano a estar informado debidamente. Contra lo postulado por los autócratas, la libre circulación de datos e ideas, así como la deliberación franca y abierta, son condiciones inherentes para una conducción adecuada y legítima del país. Porque desacraliza a la autoridad evitando que su voz devenga en dogma, porque recoge una información que de otro modo sería ocultada por los áulicos de siempre, porque la democracia asume que la verdad no es patrimonio de nadie y menos del poder, y porque del intercambio de opiniones y puntos de vista siempre afloran políticas correctas, convenientes y adecuadas.
Octava.- Hacemos atinencias a la política de salud impelidos por el sentido común y la experiencia de otros países, y más en tono de preguntas que de soluciones. No asomamos a dicha pretensión. Admitimos sin reparos que se trata de un asunto de especialistas y sus salidas serán siempre profesionales. Pero sí creemos que, a pesar de la gravedad de la situación, el problema sustantivo de la hora no se circunscribe a la estrategia médico-sanitaria. El núcleo de la coyuntura es una cuestión política de fondo: la absurda creencia de que nada importante ha ocurrido luego de la irrupción del coronavirus. El Gobierno no entiende que la situación ha cambiado drásticamente a raíz de la pandemia. Estima que puede gobernar como lo ha venido haciendo. No ha llegado a captar la mutación radical de las circunstancias políticas y sociales. Esta tozudez explica por qué mantiene, en lo esencial, su política de confrontación, apoyándose en el mismo gabinete fracasado. Y por qué utiliza la popularidad ganada por el cierre del Congreso, pretendiendo acumular fuerzas y llevar agua para su molino, aprovechando sin recato la pandemia.
Novena.- ¡Esto es sencillamente inaceptable! Los demócratas no podemos consentirlo ni callar por temor a un seudo consenso nacido en estas circunstancias. No debemos permitir que se tuerza la andadura republicana, próxima a cumplir doscientos años. Ello implica no solamente denunciar las fallas en las políticas públicas, la inoperancia administrativa y la corrupción, que emerge por doquier, en las barbas del oficialismo. Fundamentalmente hay que exigir un cambio en la forma de gobernar: el necesario trasiego del sectarismo, la soberbia y la polarización –que hoy no sirven para combatir el virus y sus estragos socio-económicos– hacia un genuino gobierno de unidad nacional. Solo así podrá expectorarse a la morralla que ronda por los aparatos del Estado, convocarse a actores calificados que antaño no participaron en un régimen intransigente, y trazarse políticas que beneficien a todos, sin excepción. Pero no solo eso. Un régimen político de ancha base gozará de un culmen de legitimidad, justamente lo que adolece la administración Vizcarra. Objetivamente carece del respaldo de un sector importante de la población, a pesar de las encuestas, que solo miden momentos inducidos. Para derrotar al coronavirus no será suficiente el apoyo político fruto de una confrontación convenientemente estimulada. Y esto es lo que debiera entender el actual mandatario y cualquier otro. ¡Que necesita nuevas fuerzas para que el Perú salga airoso de la pandemia, pero especialmente de sus secuelas sociales y económicas!
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