Alejandro Arestegui
Nuestro derecho a defendernos
Sobre el debate de la posesión de armas por parte de los ciudadanos
La semana pasada tratamos el tema de la seguridad y si ésta podía ser brindada por empresas privadas. Sin embargo, ahora quiero hablar de la posibilidad de los ciudadanos cuerdos y honestos de portar y utilizar armas en estricto uso de su defensa personal. Ante esta posibilidad, el mayor obstáculo a su realización es el estado. Durante muchos siglos, numerosos intelectuales han examinado el vínculo existente entre la libertad política y la libertad económica. Dos derechos inseparables son la libertad y la propiedad, ya que, si alguien es libre, pero se le priva del acceso a las herramientas que le permiten ejercer su libertad, ésta es inútil. Por ejemplo, el gobierno controlaría nuestro derecho a la libertad de expresión si éste controla y manipula internet, la radio, el papel y la imprenta.
El gobierno peruano controla en parte nuestra vida porque éste controla las armas y nuestros métodos de protección. No es sorprendente que ésta sea exactamente la táctica que los tiranos han empleado siempre para obtener el monopolio de las armas. Aristóteles cuenta con gran detalle cómo el déspota Pisístrato desarmó a la población ateniense para conseguir el control total de la Polis en el siglo VI a.C. Siglos después el mismo enfoque sería sugerido por Mao Zedong en varias ocasiones: Todo comunista “decente” debería ser consciente de que el poder político se desarrolla en el cañón de una pistola. El partido comunista tiene que hacerse con las armas. Por lo tanto, no es casualidad que el desarme de las víctimas en el pasado contribuyera a diseñar o posibilitar los genocidios y exterminios del siglo pasado. El derecho a portar armas debería representarse como algo básico y lógico.
La dignidad humana no sirve de nada si no tenemos derecho a protegerla. La conocida Segunda Enmienda de la Carta de Derechos de Estados Unidos dota a sus ciudadanos del uso de armas no sólo para cazar grandes mamíferos o aves de presa, sino que permite defender la libertad y dignidad de los americanos frente a gobiernos y criminales. En este sentido, la Declaración de Independencia de Estados Unidos era bastante extrema y sin ambigüedades.
¿Cuáles son entonces los argumentos a favor de prohibir o dificultar en la medida de lo posible el acceso de los ciudadanos a las armas de fuego? La creencia común es que menos armas se traducirá en menos delitos violentos. Si esto fuera real, sería bastante fascinante teniendo en cuenta que la mayoría de asesinatos se cometen con armas de fuego y que América Latina ostenta la tasa de homicidios más alta del mundo. Además, a diferencia de otras zonas donde la principal causa de los asesinatos es la guerra, la gran mayoría de los asesinatos en América Latina (y en el Perú) están relacionados con actividades delictivas, incluidos sicariato, asaltos y robos.
Paradójicamente, la posesión de armas por parte de civiles en América Latina es una de las más bajas del continente. Los datos del Small Arms Survey muestran que, excepto Uruguay, que cuenta con 33 armas de fuego por cada 100 habitantes, las demás naciones de la región tienen una media de tan sólo 9.
Comparativamente, Suiza tiene 27, Austria 30, Islandia 31, Finlandia 32, Canadá 34 y Estados Unidos 120 armas por cada 100 habitantes. Honduras, la nación con la tasa de homicidios por arma de fuego más alta del mundo, tiene aproximadamente 14 armas por cada 100 habitantes. El concepto empieza a perder cierta lógica cuando la población civil de las naciones más seguras del mundo -Austria, Islandia, Canadá- tienen el doble o a menudo el triple de armas que las naciones más violentas y criminales del mundo.
Si observamos las estadísticas sobre armas per cápita y la tasa de homicidios por arma de fuego, no se observa ninguna relación entre ellas. Si excluimos del gráfico únicamente a las naciones desarrolladas y emergentes, observamos que tampoco existe correlación, como es el caso de Japón, que tiene las mismas tasas de homicidio y delincuencia que Canadá, Finlandia o Islandia, pero el porcentaje de ciudadanos armados es casi insignificante. Aunque no hay cifras oficiales sobre la procedencia de las armas de los delincuentes, los datos facilitados por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos muestran que el 43% de los delincuentes compraron su arma en el mercado negro, el 6% la robaron, el 25% la pidieron prestada o alquilaron a un familiar o amistad, el 10% la compraron en una armería o una casa de empeños, y el 16% restante obtuvo el arma por otros medios inclasificables.
Esto indica que, a fin de cuentas, la regulación de las armas tampoco contribuye a reducir la delincuencia, ya que la mayoría de los delincuentes adquieren sus armas ilegalmente, algo que debería estar claro, ya que un delincuente es, por definición, alguien que actúa al margen de la ley. ¿Cuál es entonces la conclusión de esto? Que la violencia y la delincuencia no tienen ninguna relación con la posesión de armas. Algunos tratarán de refutar esto señalando, por ejemplo, que el estricto control de armas que implementó Australia desde 1996 redujo la tasa de homicidios con armas de fuego; pero, lo que no nos dicen es que la tasa de homicidios se mantuvo constante mientras que el uso de armas blancas aumentó y el de pistolas disminuyó.
Otros destacarán el gran número de muertes relacionadas con las armas de fuego en Estados Unidos en comparación con otras naciones, pero nunca mencionan que, excluyendo esta consideración, la tasa de homicidios ha descendido significativamente desde la década de 1990 incluso con una población cada vez más armada. Más del 60% de las muertes relacionadas con armas de fuego son suicidios. Tenemos que buscar en otra parte si queremos identificar las razones de los tiroteos masivos, asesinatos, los crímenes y la violencia.
El argumento central de la discusión reside en otra parte. La cuestión reside en si el Estado debe concentrar el armamento, no en su naturaleza. La discusión es si las armas deben ser del tirano dictador Nicolás Maduro o del pueblo venezolano. La discusión radica en si deben poseer las armas los delincuentes y mafias criminales o la gente decente. Quienes abogan por la restricción de armas no disminuyen el nivel de violencia. Lo que hacen es dar a una élite gobernante el monopolio de nuestras reducidas herramientas de defensa.
Las últimas décadas de varias naciones africanas y asiáticas estuvieron marcadas por matanzas de minorías étnicas y religiosas por parte de gobiernos y organizaciones terroristas gracias al apoyo de los imprudentes e incompetentes programas de desarme impulsados por organismos como Naciones Unidas. Los que creen que tenemos que desarmar a la gente que vive bajo las leyes para combatir la violencia de la tiranía son bastante ingenuos. ¿No entienden que los terroristas no compran ni comprarán legalmente su armamento? Por otra parte, en muchos casos el propio gobierno es el autor de las tragedias. Nuestro derecho a defendernos se califica ahora como un delito. Es como si se tratase de un experimento de laboratorio, donde nosotros somos conejillos de indias esperando a ser atacados, los políticos probando sus modelos fracasados de seguridad y justicia mientras que los únicos que pueden permitirse el lujo de armarse son los delincuentes que nos saquean, nos asaltan y nos matan.
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