Martin Santivañez

Notas sobre la reforma política

Un Bicentenario de polarización y de odio político

Notas sobre la reforma política
Martin Santivañez
22 de julio del 2019

 

Empecemos con el gran tema del Bicentenario. Las conmemoraciones políticas son efemérides que tienen un significado concreto. Sirven para algo. No son un domingo o un feriado cualquiera. Tienen un peso, un sentido histórico. El Bicentenario, al igual que el primer centenario, en teoría tendría que servir para aquello que Riva Agüero llamaba “la afirmación de la Peruanidad”. Esto es, la consolidación del Perú, la solidificación de nuestro proyecto de vida en común. Cunas y tumbas forman la Peruanidad y el Bicentenario es el evento histórico en el que afianzamos todo aquello que nos une, no lo que nos divide. Recordemos que Víctor Andrés Belaunde, compañero novecentista de Riva Agüero, denunció en el primer centenario las desviaciones de la conciencia nacional: marxismo, jacobinismo, actitud radical. Nos puso sobre alerta ante la posibilidad de desintegrar la peruanidad. La generación del centenario, sucesores de los novecentistas, diagnosticaron los males del país y buscaron aplicar muchas recetas radicales. Pensemos en Mariátegui por ejemplo, o en el joven Haya. Pero tenían un proyecto nacional inclusivo. Karen Sanders habla de la nación encarnada en el partido aprista, por ejemplo, y el proyecto de Mariátegui era revolucionario, ciertamente, pero también buscaba ampliar el demos (el problema del indio) y hacerlo más justo en un país profundamente desigual. Con todo, el Bicentenario tendría que servirnos para recuperar ese doble afán: diagnóstico y regeneración. Diagnóstico y solución a los problemas. Y siempre bajo el marco de la unidad nacional, no la división. 

Lamentablemente no es el caso del Bicentenario al que nos aproximamos. Enfrentamos un Bicentenario del odio. Un Bicentenario de la división, de la polarización, de la destrucción del enemigo, del aniquilamiento selectivo. Ni siquiera Sendero Luminoso llegó a destruir a sus enemigos políticos de una manera tan rápida y eficaz. Bajo el pretexto de la anticorrupción que todos deseamos para el país, la oposición ha sido doblegada y reducida a su más mínima expresión. Se ha roto el equilibrio de poderes. Se ha comprometido el Estado de Derecho. La presunción de inocencia ha sido sacrificada en el altar del odio político. Y el debido proceso es una quimera, una ilusión republicana violentada por el cesarismo de una presidencia que aspira a ser imperial. Este es un Bicentenario de la polarización y del odio político. Ha triunfado eso que tanto temía el joven Víctor Andrés Belaunde hace cien años: aquí se ha producido un momento jacobino. 

Pasemos ahora a analizar dicho momento jacobino en el marco de la reforma política que el día de hoy nos ha reunido. La reforma política que se ha propuesto forma parte de un cambio total. Ahora algunos académicos prefieren el término “holístico”, pero en todo caso, se trata de una reforma integral, transformadora. En sentido estricto, no es reforma, es subversión del orden político, es revolución. Lo ha confesado el propio gobierno cuando pidió que se respete “la esencia” de los proyectos. La esencia de los proyectos debe ser respetada porque transforman por completo “la esencia” del orden político constitucional del país. Esencia por esencia. No es baladí centrar la reforma en la paridad, el sistema electoral, el sistema de partidos, la inmunidad. Con eso se toca la columna vertebral del orden político peruano porque se transforma radicalmente un poder del Estado. Y el que toca un poder del Estado debe saber a qué se atiene. 

Ahora bien, ¿cuándo debe tocarse un poder del Estado? ¿Qué nos dice la gestión pública, la ciencia jurídica, incluso el sentido común cuando estamos ante una pretensión reformista? Hay dos maneras de lograr un cambio. O hacemos una reforma pensada a largo plazo o nos inclinamos por dar rienda suelta a nuestra creatividad en un momento jacobino. Precisemos. Los momentos jacobinos son momentos esencialmente revolucionarios. Guillotina y terror son sus notas características. Un momento jacobino busca, como objetivo político, la aniquilación de una clase dirigente para suplantarla por otra. La destrucción de una elite para colocar en su lugar otra elite, la elite revolucionaria. Para los jacobinos el Derecho es un medio, no un fin. El derecho, en un momento revolucionario, solamente sirve para legitimar la violencia y el terror. Se crean tribunales revolucionarios y Saint Just, el arcángel del terror, acusa a todos los que no piensan como él. Todo momento jacobino emplea el terror como método para paralizar y enviar a la guillotina a sus enemigos políticos. Los jacobinos no quieren reforma política, quieren un nuevo orden político. O todo o nada. Por eso, inevitablemente, abren la puerta al cesarismo. 

Distinto es el afán reformista. El reformismo es, ante todo, posibilismo. Avanzar un paso, tal vez retroceder dos pero con ánimo de recuperar. El posibilismo siempre es realista. Víctor Andrés Belaunde decía que uno de los grandes problemas de este país es el anatopismo. Importar recetas extrañas a nuestra tierra. Ideas que, cuando las colocas frente a nuestra realidad, se estrellan. El reformismo nunca es anatópico porque bebe de la realidad nacional. La gestión pública moderna, el public management llama a esto “tailoring”. A cada problema una solución concreta. Puede parecerse a otras soluciones, pero primero estudia el problema. Los romanos decían: “Cuius tempora, eius ius”. A cada época, su derecho. A cada problema, una solución. El reformismo toma tiempo. No es jacobino. No es revolucionario. Quiere conservar una tradición política. No cree en el adanismo. No cree en la tabula rasa. No cree en patear el tablero si no aceptan mi remedio. El reformismo, porque aspira a durar, por fuerza es concertador. Busca el consenso y no la imposición. 

La historia de nuestro país también puede plantearse en estos términos. Somos la interminable sucesión de encuentros y desencuentros entre reformistas y jacobinos. Revolucionarios y posibilistas han disputado la hegemonía política y hoy vuelven a enfrentarse. Muy bien. Los revolucionarios del bicentenario que exigen con el apoyo de los mass media y de casi todo el Estado la implementación de “su” reforma política olvidan que las reformas políticas solo funcionan cuando son nacionales y de consenso. La imposición es revolucionaria. La concertación es reformista. Permítanme relatarles dos casos concretos aunque un poco diferentes, el de Suecia y el de Hong Kong. En ambos la mayor parte de la población estaba harta de la corrupción. El caso de Suecia es más trágico. Lo narró en un seminario en Viena el profesor Bo Rothstein uno de los mayores expertos en corrupción del mundo, junto con Robert Klitgaard y Susan Rose Ackermann. Suecia acababa de perder casi la mitad de su territorio en la guerra con Rusia. Y decidió transformar su sistema político porque consideraban que el gran problema que los llevó a la indefensión fue el de la corrupción. Para ello iniciaron una serie de políticas de Estado durante 40 años. Cuarenta años. Todo un desierto reformista. No se impuso nada, se trabajó con mucho cuidado (prueba y error). Y así se transformó un sistema político que incluso hoy continúa teniendo problemas. Hong Kong se inclinó, durante el protectorado británico, por una solución más drástica. Nombró como director de la nueva agencia independiente para la anticorrupción a un oficial con experiencia y se le otorgó un grado altísimo de independencia. Y esta independencia estaba en función a su autoridad personal. Era un hombre honesto. Con todo, la experiencia de Hong Kong tardó años y tuvo como eje estas dos premisas: independencia de los funcionarios y poderes cuasi dictatoriales. Pero ninguna de las dos podía existir sin la otra.

Por eso, si aspiramos a una reforma efectiva necesitamos el consenso de todos los stakeholders, un principio básico de la gestión pública. Si queremos una reforma política que dure en el tiempo tenemos que darle tiempo. Suecia tardó cuarenta años. Hong Kong tuvo resultados concretos a los cinco años. Y cada país exitoso observó para sus reformas su propia realidad. Observar la realidad con pragmatismo es diferente a analizarla bajo el prisma de la ideología.

 

Martin Santivañez
22 de julio del 2019

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