Carlos Adrianzén
No, presidente, la gente no es culpable
Gobierno solo ha aplicado una cuarentena descapitalizada
El visible fracaso de la gestión de los primeros impactos de la pandemia del Covid-19 nos debe llamar a reflexión. La respuesta gubernamental, esa cuarentena descapitalizada –sin redireccionar prioritariamente el gasto del Gobierno hacia Salud, Interior y Defensa, subsidios a familias y empresas, y a la Contraloría– combinada con una colección de medidas de asignación de gastos y liquidez, ha llevado a un desastre de Salud Pública (con un flujo sostenido de alrededor de 80,000 infectados por día) y una tremenda recesión. Una recesión tan traumática que el mejor de los escenarios dibujado la semana pasada por el presidente del BCR implicaba que “si somos exitosos, vamos a recuperar el ingreso del PBI pre pandemia –recién– en el cuarto trimestre del próximo año o el primer trimestre del 2022”. Pero a lo largo de estas últimas semanas no hemos sido exitosos.
En los hechos, la drástica prohibición gubernamental de trabajar y comerciar ha deprimido la inversión y el consumo privados en forma nunca antes vista. En solo sesenta días el daño ha sido consolidado. El mismo Gobierno, haciendo una gala inusual de apresuramiento, ha informado que la debacle podría ser similar a la de una guerra que perdimos. El corolario de este fracaso ha implicado un cuadro en el que –por acciones gubernamentales– se han descapitalizado empresas y familias, se ha enervado la pobreza y ha explosionado la ilegalidad (que días antes de la crisis copaba dos tercios de la economía).
Simplemente es demasiado optimista sostener que los efectos hoy –aún en proceso– acabarán en un par de años. Y nótese: no es que haya existido una elección entre la aplicación de una cuarentena y un poquito de menos producción, frase más que desafortunada de un diligente burócrata del régimen. Retrospectivamente solo se ha aplicado una cuarentena descapitalizada (¿la apuesta de inmunizar a la población?). Y al mismo tiempo se ha priorizado mantener los elefantes blancos y los enormes presupuestos de la burocracia. Esto, combinado con salidas demagógicas desde el Congreso (a modo de marionetas) y con políticas monetarias y fiscales cuyos efectos están atados a que previamente se hubiera dado una contención social efectiva.
Así las cosas, en medio de esta tragedia emergen tres detalles. Primero, la corrupción burocrática se potencia. Ya nadie parece ser investigado o perseguido por asuntos de corrupción. Las sombras del presidente o del Gasoducto Sur Peruano parecen ser asuntos muy lejanos.
Segundo, el combate contra el Covid-19 se descubre como un asunto con marcada carga ideológica. Se plantea abiertamente que la única que puede combatir la pandemia es la burocracia. Con la arraigada y quimérica creencia de que la gestión de la salud pública implica un bien público, olvidamos que la burocracia ajena a las labores de Salud, Interior, Defensa o Contraloría (ministerios, municipios, gobiernos regionales y empresas estatales) solo quiere gastar. Para ellos sí, pero para los fallecidos no ha habido recursos elementales. Todo esto bajo una muy peculiar definición de bien público (de consumo divisible y compartido sin exclusión). Por todo ello, para entender la lucha contra el virus es menester (1) interiorizar que este no sería nítidamente un bien público; (2) entender cómo opera la corrupción local y (3) saber qué ideología abriga. Y para ello basta con preguntarnos con qué bando de los vendedores de vacunas y tratamientos es cercano cada administración.
En tercer lugar –pero para nada lo menos importante– emerge ese sello de descrédito al común de los ciudadanos; algo graficado en las declaraciones del propio presidente: “la culpa es de los que incumplen la cuarentena” y “de los que no acatan las disposiciones”. Es fácil culpar el supuesto desorden. Es, en cambio, muy difícil disponer con inteligencia. Disponer verticalmente, a los que viven en entornos donde las reglas son incumplibles, que la cuarentena se debe cumplir a rajatabla. Que se deben quedar en sus casas, aunque no tengan casas. Que deben salir a comprar cuidadosamente, aunque no tengan ingresos por la cuarentena. Que deben quedarse encerrados, aunque a sus madre e hijos les duela el estómago de hambre. Y que algún día les llegará un bono. Y también que usen los ahorros que no tienen o que se gasten hoy su jubilación.
Es una cuarentena mal diseñada. El ciudadano no es el culpable del fracaso de la salud pública y la recesión que la acompaña. Y que dada la minusvalía del ciudadano, no se le debe permitir operar libremente en ciertos sectores y actividades. O solamente siendo viejo, teniendo ciertas dolencias manejables o estando embarazada. Por ahora. Detrás de la lucha emergen prácticas –disfrazadas de protección– de puro y llano mercantilismo socialista. Siempre discrecional. Siempre abusivo. Y al final, siempre totalitario.
Dejando estas complicaciones atrás, lo realmente retador de esta crisis implica dos cosas. Por un lado, descubrir que la performance económica del país –por un periodo indeterminado– ya viene negativamente impactada por las desafortunadas decisiones del Gobierno en apenas tres meses. Los errores no serán fáciles de superar. Por otro, luce dulce-amargo revelar lo factible económicamente –pero distante políticamente– que es salir de este hoyo. Bastaría con dejar trabajar a la gente, monitoreando efectivamente condiciones de salubridad, y gastar bien desde el Gobierno. Cortar donde haya que cortar (gastos burocráticos) y asignar esos recursos a donde existan necesidades críticas. Pero eso, estimados lectores, no parece estar en la agenda del Gobierno.
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