Manuel Gago
Los viaductos de la discordia
La mesocracia se opone a los viaductos en la avenida Javier Prado
La Municipalidad de Lima proyecta construir viaductos en intersecciones críticas de la avenida Javier Prado en Lima. La idea es aliviar el tráfico de los vehículos; pero sobre todo, el paso de los peatones estancado en cada esquina. Tarde o temprano se harían estas obras. La gestión actual decidió hacerlo y ya; sin embargo, pequeños grupos de vecinos se oponen al mejoramiento vial de la ciudad. Aducen que la solución es la construcción de un metro subterráneo, sabiendo que esa construcción toma mucho tiempo. Si miramos hacia adelante, el tráfico en la ciudad irá de mal en peor. Tal vez, ni el metro ni el viaducto serán suficientes para la caótica ciudad.
Ese pequeño grupo opositor reclama transporte público cuando sabemos que ciertas clases mesocráticas usan sus vehículos de motores de alta compresión hasta para comprar pan a unas cuadras de sus casas. Pero no es la primera vez que sucede este tipo de reacciones frente a las obras públicas.
“¡Maldito!” –lo recuerdo muy bien–, le gritó una mujer al ministro de Salud el día que se apersonó a ver las obras del Instituto Nacional de Salud del Niño, en el distrito de San Luis, en Lima. La obra fue ejecutada durante la gestión de Alan García. Contados vecinos reclamaban la intangibilidad de su zona “residencial”; para ellos un hospital no debería ubicarse en sus veredas “exclusivas”. Alegaban que el instituto atraería ambulantes, que la edificación rompería la perspectiva arquitectónica del lugar y quebraría la estética del barrio de “clase media”.
En La Molina un alcalde le negó la licencia de funcionamiento a un colegio conocido. El presidente de la asociación educativa argumentaba que los colegios, hospitales y servicios públicos sociales debían estar dentro de las zonas residenciales, amparados por los vecinos. “Los colegios no pueden ubicarse en zonas comerciales e industriales, los niños estarían expuestos en lugares altamente peligrosos”, sostenía. Hoy, el hospital y colegio mejoraron lo que antes eran muladares, símbolos de abandono y desperdicio.
El puente de la Paz que une Barranco y Miraflores generó desavenencias similares. Si pues, existen personas que, sin disimular su indiferencia con el desarrollo de la ciudad, exponen argumentos a nuestro entender insostenibles, caprichosos y contrarios al bien común.
Sobre los viaductos de Javier Prado esos vecinos aseguran que ya no existen en las ciudades del primer mundo y están siendo derribados. Creen que solo ellos viajan. En Calgary, Canadá –una de las ciudades ideales para vivir por sus estándares altos– el transporte público ingresa a las zonas residenciales para descongestionar las calles de vehículos privados. Los ciclistas dejan de pedalear en lugares congestionados para dar la preferencia al peatón, a niños, ancianos y discapacitados. Lo contrario sucede acá, en el puente de la Paz los ciclistas quieren seguir pedaleando a su regalado gusto.
Las obras comenzaron y deben continuar sin parar. Llegó la hora de avanzar y detener irrecuperables horas-hombre y combustible perdidos, además de la contaminación y los efectos físicos y psicológicos dañinos para los trabajadores.
Es normal que todo cambio genere reacciones. Cuesta salir de la conocida zona de confort sin saber lo que vendrá después; romper las rutinas provoca inestabilidades. Sin embargo, se debe mirar alrededor y hacia adelante. Lima es un desastre vial, y la solución no es solamente para unos cuantos sino para la inmensa mayoría.
















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