Pedro Corzo
Los intelectuales orgánicos del castrismo
Asumieron sus postulados como sacerdotes de una nueva religión
El castrismo disfrutó por largas décadas del beneplácito de los intelectuales. No solo de los que surgieron a su sombra y cocina; también contó con creadores, artistas y profesionales de la información de reconocido prestigio antes del establecimiento del régimen totalitario y después vitorearon al caudillo tal cual circo romano, o practicaron un silencio cómplice solo roto por los clamores de las víctimas.
No fueron pocos los intérpretes que después de un periplo internacional se presentaban en la televisión para elogiar a la dictadura y afirmar que era querida y respetada en cada país que habían visitado. Recuerdo a una cantante que había estado en un festival, creo que el de Sochi, al que poco le faltó para pedir la beatificación de Fidel Castro. Algo parecido hacía Teófilo Stevenson cuando entregaba sus medallas, que había ganado por su coraje y habilidades, al tirano.
No obstante, hay que admitir que fueron los creadores que crecieron y nacieron bajo los titulares de seis pulgadas que clamaban por “paredón” en el periódico Revolución, o entre las páginas de la revista Bohemia (que describían a Fidel Castro como un Cristo) los que mejor servicio han prestado al totalitarismo. Estos sujetos han manejado eficientemente la maquinaria de propaganda y represión de la dictadura, aportando toneladas de hormigón al sostenimiento de edificio totalitario tal y como han hecho los agentes de los cuerpos represivos. Ellos no deben llamarse a engaño, son y han sido cómplices de las depredaciones de la dictadura porque, como escribiera José Antonio Albertini, “La tinta también mata”.
Cuando se haga el recuento de los perjuicios causados por el totalitarismo a la nación cubana tal vez uno de los sectores más afectados resulte el de los intelectuales, porque muchos de ellos, con innegable talento para la creación, se postraron por cobardía o prebendas, ante el régimen de oprobio que personificaba Fidel Castro. Mientras Ángel Cuadra y Jorge Valls, honraban la dignidad creativa y ciudadana yendo a prisión por lo que escribían y pensaban. Otros –entre los que destacan Eusebio Leal, Carlos Puebla, Silvio Rodríguez, Luís Pavón Tamayo, Jorge Serguera, Alfredo Guevara y Roberto Fernández Retamar– asumían los postulados del castrismo como sacerdotes de una nueva religión.
Sin embargo, por viles que hayan sido muchos de nuestros intelectuales, en alguna medida la simiente de la independencia y soberanía personal se preservó. De no haber sido así no habrían surgido, después de cimentada la dictadura, entre otras, personalidades como Ricardo Bofill, María Elena Cruz Varela y Raúl Rivero. Y no tendríamos plumas que honran como las de Luis Cino, que confrontan la tiranía enarbolando su verdad a cualquier precio.
Tampoco tendríamos la hornada de valientes que día a día reta a la dictadura en las ciudades cubanas, al extremo que en los últimos doce meses en las prisiones han sido recluidos 805 compatriotas, según Prisoner Defenders. Las cárceles castristas son un ejemplo de que, aunque no hayan faltado cómplices, han sobrado defensores de la libertad y el derecho, siendo uno de los ejemplos más notables los arrestos de periodistas independientes, bibliotecarios y otros ciudadanos condenados durante la Primavera Negra del 2003, cuando numerosos intelectuales, como Manuel Vazquez Portal, fueron condenados a decenas de años de cárcel por opinar sin miedo.
Lo más relevante es que 62 años después, jóvenes nacidos y formados en un ambiente de censura, represión, manipulación, propaganda masiva, mentiras y medias verdades hayan sido capaces de enfrentar a un Estado policial y reclamar su independencia sin temer las consecuencias. Que graduados en universidades revolucionarias como proclaman las consignas de la dictadura, hayan tenido conciencia para exigir sus derechos ciudadanos; y sin nunca haber conocido la libertad, escribir y componer canciones como “Patria y vida”. Y que jóvenes como Osmani Pardo Guerra se arriesguen a cumplir un año de prisión por el mero hecho de escuchar esa canción, que simplemente refleja los más caros anhelos de la juventud cubana contemporánea.
Pero, sin duda alguna, para mí, lo más conmovedor de todo es el cartel que enarbolan los jóvenes militantes del Movimiento San Isidro, que en contraposición a todas las enseñanzas de castrismo esgrimen una proclama que reclama “cultura y libertad”. No el paredón que les instruyeron en la niñez y que mi generación conoció en carne propia.
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