César Félix Sánchez
Los dichos del papa Francisco
¿Cuál es el valor de sus palabras para un católico?
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No habrá nadie que niegue que para hablar de fútbol se debe saber, por lo menos, que hay en la cancha dos equipos, dos arcos y una pelota. Lo curioso es que a la hora de hablar de la Iglesia en el Perú, tanto la prensa generalista como los opinadores de todos los pelajes ideológicos parecen más bien ufanarse de su ignorancia absoluta del tema, atreviéndose aun así a hablar, interpretar y pontificar. Decía un amigo que las raíces católicas del Perú eran tan profundas que ni se ven. Por eso, parece ser que, para muchos, la Iglesia Católica es una especie de huaca gigantesca u ovni accidentado, cuya presencia evidente es imposible de negar, pero que nadie en verdad entiende o siquiera quiere entender. Y aun así hablan, asumiéndose como expertos en la materia solo por el hecho de haber estudiado la primaria en algún dudoso colegio religioso o por haber vivido con alguna tía o abuelita que tenía un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Qué diferencia con realidades como las del diario laicista y liberal The New York Times, que para estas materias tiene el concurso de un vaticanista formado como Ross Douthat. Acá, el Decano tuvo solo hasta hace veinte años una minúscula columna religiosa dominical a cargo del padre Joaquín Diez Esteban (QEPD). En la página de las mascotas, para más INRI.
Hace algunas semanas, el cotarro fue alborotado por unas “declaraciones” del papa Francisco, en las que supuestamente “aceptaba” la “unión civil” entre homosexuales. Un nuevo dicho venía a unirse a la larga lista de ocurrencias del pontífice porteño, junto con dislates insólitos como “yo soy el diablo”, “tal vez nos veremos en el infierno”, “soy un pobre tipo”, “las monjas chismosas son peores que los terroristas de Ayacucho”, “los comunistas piensan como cristianos”, entre muchos otros, o sentencias mucho más graves, temerarias y ofensivas a los oídos piadosos, como su relativización sistemática, cuando no negación, del milagro de Jesucristo de la multiplicación de los panes, su calificación de “tonterías” a privilegios marianos que, si bien no han sido todavía proclamados dogmáticamente, son doctrina de la Iglesia, profesada por pontífices anteriores y con un correlato litúrgico público y privado extenso. Por no mencionar graves errores teológicos y filosóficos que muestran una peligrosa deriva panteísta. O los de Amoris Laetitia, entre muchísimos otros, analizados y denunciados incluso por teólogos y obispos.
En este caso, en declaraciones a Televisa, que no habían exhibido en la entrevista original, debidamente birladas y regaladas por el Vaticano al cineasta globalista y militante gay Evgeny Afineevsky, el Papa habría dicho que apoya una ley de convivencia civil homosexual. Para los que seguimos la vida y milagros de Francisco esto no es ninguna novedad: había expresado semejantes conceptos tanto cuando era cardenal de Buenos Aires como en conversaciones con un exalumno jesuita suyo. El gran problema es que este apoyo de Jorge Mario Bergoglio va directamente contra la instrucción publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 2003 y que a la letra dice: “todos los fieles están obligados a oponerse al reconocimiento legal de las uniones homosexuales”. No se trata, como algunos “contextualizadores” quieren hacer creer, de una simple sociedad patrimonial, porque el proyecto de vía media o “mal menor” que el cardenal Bergoglio quería apoyar ante el proyecto kirchnerista de matrimonio pleno era la universalización de la ley de Unión Civil de la ciudad de Buenos Aires, que implicaba elementos afectivos, cambios en el estado civil e introducción de esa institución en el derecho de familia: es decir un reconocimiento jurídico a las uniones homosexuales en tanto uniones homosexuales. Exactamente lo mismo que condena la instrucción de 2002. De ahí que su opción perdiese por mayoría ante la Conferencia Episcopal Argentina en 2010.
Alguno podría preguntarse en este punto qué de malo tienen las relaciones homosexuales. Y eso daría para otro artículo especial al respecto, pero creo que es evidente que la consideración de inmoralidad de tal fenómeno por parte de la doctrina católica tiene fundamentos bíblicos innumerables tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, así como en la tradición teológica moral y sacramental unánime de todos los siglos. Solo hasta la disidencia y colapso de la unidad doctrinal de la jerarquía eclesiástica, a partir del aggiornamento (1958-….) y, más aún, desde la revolución sexual en Occidente y la consiguiente divinización de las relaciones sexuales como única trascendencia posible para el hombre-masa, algunos heterodoxos empezaron a difundir opiniones contrarias. Pero hasta hace poco, incluso la izquierda eclesiástica manifestaba su conformidad con esta condena.
Sin embargo, el Papa no ha manifestado que la homosexualidad le parezca moralmente aceptable, sino solo que él está de acuerdo con un reconocimiento jurídico de tales uniones. Eso también es un error: sostener que una realidad que se considera como gravemente inmoral puede ser una fuente de bienes jurídicos que deban ser tutelados por el Estado es afirmar la absoluta separación entre el orden moral y el orden jurídico y el político. Bajo la misma lógica, sería posible legalizar, despenalizar e incluso proteger gravísimas inmoralidades según la doctrina católica como el aborto o los experimentos con seres humanos. Y eso sería asumir los fundamentos del maquiavelismo y de la modernidad revolucionaria política, condenados reiteradamente por la doctrina católica tradicional y la recta ratio. Más allá de la valoración específica de estos asuntos, creo que queda claro que esta opción es imposible para un católico ortodoxo tradicional. Más aún para un pontífice.
Finalmente, queda esclarecer cuál es el valor para un fiel de los dichos papales de marras. Este punto es una piedra de escándalo para muchos, especialmente para los semisabios que gustan de opinar de lo que no saben y otros “comentaristas” locales. Basta escuchar o leer las palabras de Francisco para darse cuenta que se trata de una opinión personal, sin intención de ser propuesta a la Iglesia como magisterio. Y en cuanto doctores privados, los papas pueden errar, según la doctrina católica. Está el famoso caso de Juan XXII, que sostuvo erróneamente que las almas de los justos no gozaban de la visión beatífica hasta la resurrección de los muertos. Los teólogos lo corrigieron y él se enmendó. Más aún, en tiempos mejores en que la charlatanería personalista y la nouvelle theologie no habían eclipsado la mente de los clérigos, escolásticos sutiles como Cayetano, Suárez o Belarmino reflexionaron sobre la posibilidad de un papa hereje.
Pero llegó el siglo XX y un culto a la personalidad, importado quizá de los totalitarismos de moda, llevó a muchos católicos y no católicos a creer que la Iglesia enseña que el Papa es una especie de oráculo impecable, al que se le debe sujeción absoluta y casi culto de latría. Ignoran estas personas que la religión no es una creación al gusto de las autoridades, que se ponen de acuerdo para dictar las “verdades” del presente, aun si son contrarias a las del año pasado, como los modistas de París o los redactores de la Enciclopedia Soviética, sino un depósito de verdades tradicionales de fe, que deben ser servidas, defendidas y transmitidas en su integridad. Ya lo dice la constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”.
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