José Valdizán Ayala
Lima, tierra de nadie
De piratas y bandoleros a sicarios y extorsionadores
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Lima ha vivido con miedo desde su fundación. El temor ha cambiado de rostro con el tiempo, pero su presencia ha sido constante, como una sombra que acecha en cada época. En el siglo XVI, los limeños temían el ataque de piratas y corsarios, aquellos forajidos del mar que, desde las costas del Caribe y del Pacífico, acechaban la riqueza del virreinato. Los nombres de Francis Drake y Thomas Cavendish causaban terror con solo mencionarlos y el pánico era constante porque en cualquier momento, un barco no identificado podía asomarse por el Callao y convertir la ciudad en ruinas. Por ello, el virrey ordenó la construcción de murallas y fortificaciones que rodeaban la ciudad durante más de dos siglos,
En el siglo XIX, con la independencia ya consumada y un país en formación, Lima enfrentó otro enemigo: el bandolerismo que se convirtió en una plaga. Los caminos estaban infestados de salteadores, y el campo que rodeaba la ciudad era un terreno hostil donde la vida de un viajero o comerciante dependía del filo de un cuchillo o la pólvora de un revólver. Uno de los episodios más infames ocurrió en 1834, cuando, según el tradicionalista Ricardo Palma, el bandolero León Escobar ingresó a Palacio de Gobierno y, con una audacia que paralizó la ciudad, impuso su propia ley: no habría desmanes si la municipalidad aceptase pagar cinco mil pesos en dos horas, dinero que, según él, necesitaba para mantener a su banda. Pero el caos nunca dura para siempre. En 1835, Felipe Santiago Salaverry, con solo 29 años, tomó el poder con una energía implacable. No dudó en ordenar juicios sumarios y fusilamientos de criminales, restableciendo el orden en una ciudad que parecía irrecuperable. Sin embargo, su gobierno fue breve y su fusilamiento en Arequipa en 1836 marcó el regreso de la inestabilidad.
El siglo XX no trajo alivio. En los años ochenta y noventa, Lima volvió a vivir el terror en su forma más brutal. Sendero Luminoso y el MRTA transformaron la ciudad en un escenario de guerra: coches bomba estallaban en las calles, las noches se sumían en la oscuridad por los constantes atentados contra torres de alta tensión, y el sonido de las explosiones se convirtió en parte de la rutina. La violencia dejó miles de muertos y un pavor arraigado que, décadas después, aún persiste en nuestra memoria.
Hoy el miedo ha tomado una nueva forma, pero su esencia es la misma. No son piratas, ni bandoleros, ni soldados invasores, ni terroristas. Son extorsionadores y sicarios los que gobiernan las calles operando con la impunidad de quien sabe que no hay justicia para enfrentarlos. Llaman, amenazan, exigen sumas desorbitantes. "Paga o mueres". Si la víctima se resiste, la sentencia se cumple con puntualidad macabra: un sicario, joven, desechable, sin temor a morir, aprieta el gatillo en plena calle, ante los ojos de testigos que se apresuran a bajar la mirada, a fingir que no han visto, porque mirar demasiado puede convertirte en el siguiente cadáver en la vereda.
Mientras la ciudad se hunde en el terror, el gobierno permanece indiferente. No hay estrategia de seguridad, no hay liderazgo, no hay respuestas eficaces. La presidenta, alejada de la realidad de las calles, mantiene un discurso vacío mientras la violencia sigue escalando. La Policía Nacional, desmoralizada y sin dirección clara, apenas reacciona, y los ministros del Interior se suceden sin lograr frenar la crisis.
Y, sin embargo, la vida sigue. Porque en Lima el temor no paraliza, sino que se mimetiza con la cotidianidad como el tráfico infernal o el sol aplastante de verano. Se aprende a vivir con el terror como se aprende a convivir con el ruido de los cláxones, la informalidad o la incertidumbre política. Pero el miedo en Lima es hoy más peligroso que nunca. Porque antes, los limeños al menos tenían esperanzas: los virreyes reforzaban las murallas, los caudillos militares y civiles prometían orden, y la población creía que, con el tiempo, la seguridad regresaría.
Hoy, en cambio, la resignación se ha apoderado de la gente. Y ese es el verdadero peligro: cuando una sociedad deja de esperar justicia, el crimen deja de ser un problema y el miedo se convierte en una costumbre. La verdadera tragedia ya no es la violencia, sino la sumisión. Y una ciudad resignada, sin esperanza ni liderazgo, es una ciudad condenada a ser una tierra de nadie.
¿Cuánto tiempo más podrá Lima soportar esta sumisión antes de convertirse en un caos absoluto? A lo largo de la historia, Lima ha encontrado líderes que restauraron el orden. Hoy, ¿quién tomará ese papel?
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