Alejandro Arestegui
La sociedad religiosa y sus enemigos
Cómo el laicismo y el secularismo son usados para suprimir la libertad de culto
En una sociedad libre el máximo pilar y valor fundamental es, sin dudas, la libertad. Sin embargo, lo que pocos entienden es que la libertad se degenera si no va estrechamente entrelazada a la responsabilidad y la virtud. No puede existir verdadera libertad si los individuos creen que hacer lo que les plazca es ser libre.
A través de las diversas épocas de la historia de la humanidad numerosos gobiernos han tratado de acallar la libertad de expresión e imponer las creencias personales de los gobernantes de turno. Gracias al relato racionalista y constructivista que hemos heredado de la Revolución francesa nos han vendido que la peor era de las tinieblas vino por culpa de la superstición y el fanatismo religioso. Sin embargo, como comprobaremos en la presente columna, veremos que muchas veces los defensores del secularismo y el “laicismo” dentro del gobierno han sido muchas veces los más férreos censuradores y enemigos de la libertad de expresión y de culto.
Cuando la gente escucha acerca de gobiernos “laicos” que atentaron gravemente contra la libertad de expresión de sus ciudadanos uno tiende a recordar a las férreas dictaduras comunistas del siglo pasado. Sin embargo, existen otros ejemplos de países mucho más civilizados y considerados dentro de la esfera occidental que también han reprimido muchas voces. Fue a partir de la consolidación de un gobierno centralizado, tecnocrático y regido bajo una legislación positivista (camuflada constitucionalmente como “estado social de derecho”) que la censura contra los ciudadanos religiosos ha sido más palpable que nunca.
Durante la misma Revolución francesa, la iglesia católica fue duramente perseguida y sus fieles sufrieron la furibunda imposición del gobierno revolucionario. Posteriormente y en pleno siglo XX tenemos ejemplos de gobiernos radicalmente seculares y laicos que descargaron su ira contra las personas de fe. El primero de estos nefastos casos fue el gobierno mexicano liderado por Plutarco Elías Calles, quien decidió emprender una fiera campaña en contra de la iglesia en 1926. Los abusos y represión contra religiosos, censura de pensadores y medios católicos y destrucción de símbolos religiosos motivó a algunos ciudadanos a levantarse en armas contra el gobierno federal, este episodio sería conocido posteriormente como “la revuelta de los Cristeros” o “Guerra Cristera” y fue uno de los innumerables conflictos que desangró a México a inicios del siglo pasado.
Otro singular caso de dura represión contra los religiosos y las creencias de la mayoría fue en la España republicana. Si bien es cierto está documentada la violencia en contra de iglesias y personal eclesiástico desde 1931, los principales focos de violencia se dieron a partir de 1936, en el contexto de la guerra civil española. En base a informes independientes pero corroborados por el mismo Vaticano como los de Antonio Montero Moreno se calcula que más de ocho mil religiosos de entre sacerdotes, monjas y personal eclesiástico secular fueron asesinados.
Entre los más salvajes y sanguinarios perpetradores de tales masacres encontramos a numerosas facciones del bando republicano, entre las cuales destacamos a los grupos armados anarco-comunistas como Las milicias de la UGT, las milicias confederales de la CNT o las guerrillas trotskistas del POUM. Si bien es cierto hay también indicios de altercados y atentados contra religiosos por parte de gente adherida al bando sublevado, la mayor parte de masacres, así como destrucción de iglesias y patrimonio del catolicismo fueron perpetrados por los republicanos socialistas. Todo esto bajo la bandera del laicismo y el secularismo radicales de la Constitución de 1931.
Otro ejemplo de gobierno laico que ataca de forma sistémica la religiosidad de su propio pueblo es Turquía. A la muerte de Mustafá Kemal Atatürk, sus sucesores radicalizaron muchas de las reformas que había implementado para asegurar la occidentalización y modernización del país. Uno de los principios era el de la secularización, ya que el imperio otomano del cual emergió la moderna República de Turquía estaba avalado por una especie de teocracia donde el sultán otomano ostentaba el título de “Califa” y por tanto, guardián de la fe islámica. Una vez abolido el califato en 1924 prácticamente se eliminó todo asunto religioso de la vida del nuevo estado.
Un acto que significó simbólicamente una dicotomía entre la sociedad religiosa y la secular fue la conversión en 1935 de la mezquita de Hagia Sofía de Estambul en un museo. Durante décadas prácticamente todos los gobiernos turcos profundizaron el tema del laicismo, produciendo una división que se ve hasta nuestros días. Hoy en día podemos decir que la Turquía moderna no se divide políticamente entre partidarios de izquierda y de derecha, sino entre gente que defiende el laicismo y la secularización frente a los que defienden la importancia cultural de la herencia islámica en la sociedad turca. Prueba de esta permanente división es que los papeles cambiaron de bando, ya que con el actual gobierno de Recep Tayyip Erdogan el islam tiene cada vez más presencia en la política y asuntos estatales.
El llamado “ministerio de asuntos religiosos” que si bien es cierto no fue creado durante el gobierno de Erdogan, tiene cada día un papel más preponderante dentro de la toma de decisiones públicas. Esto es irónico ya que durante casi 70 años numerosas piezas y obras artísticas fueron censuradas y proscritas, algunas de ellas por tener algún elemento islámico y otras por hacer referencia al pasado imperial otomano. La censura de cualquier simbología religiosa llevó a más de un político a la cárcel (incluyendo al presidente Erdogan en sus años de juventud). La división que causó este secularismo forzoso ha causado que en diversas regiones del país haya una idiosincrasia diferente, encontrando en las ciudades costeras del Mar egeo gente de mentalidad laica y progresista, mientras que en Anatolia interior encontramos a gente mucho más devota hacia el islam y por ende más conservadora.
Ya para finalizar esta columna tenemos que hacer algunas precisiones de nuestro país, Perú. Por más que muchas personas se empeñan en decir que el nuestro es un estado laico, hay que aclarar que en nuestra constitución no se encuentra el término “estado laico” en ninguna parte. Además de que la sentencia del TC 00061-2013-PA/TC realiza un intrincado ejercicio mental para tratar de justificar lo contenido en el artículo 50 de la constitución, donde por cierto no figura el estado laico. Por otra parte, recurriendo a datos demográficos obtenidos por el censo llegamos a la conclusión que el nuestro sigue siendo un país altamente cristiano y más precisamente, católico.
Escenas vergonzantes, ridiculizantes y satíricas de símbolos religiosos católicos son constantes por parte de ciertos sectores progresistas, que, con pretexto de la libertad de expresión, realizan estas constantes ofensas al catolicismo. Si el nuestro fuese un estado laico, ya hace mucho que hubiéramos sufrido vejámenes y maltratos por parte de las autoridades “seculares”. Sucesos como los de inicio de semana donde se cuestionó una obra de teatro blasfema impulsada por el centro de artes de la PUCP son clara muestra de que la fe católica es una bastante tolerante y algunas autoridades eclesiásticas a veces han tratado estas cuestiones con ligereza y laxitud, siendo los fieles los que encabezan la defensa de la iglesia.
Sólo queda para concluir, que revisando la historia muchas veces el secularismo y el laicismo han estado lejos de los fines aparentemente nobles que buscaban. Muchas veces los estados han confundido el laicismo y secularismo con el “ateísmo de estado”, llegando a tratar de eliminar desde las esferas de poder la religiosidad de su propio pueblo. Aclarando que esta no es una apología a ninguna teocracia, vemos que aquí el problema no es el secularismo ni la religiosidad en sí.
El problema, como otros tantos que aquejan a la sociedad actual, termina siendo el estado. Porque éste termina constituyéndose como una herramienta de coacción, bien para imponer morales religiosas extremistas, o como en occidente, querer desaparecer la religiosidad y las tradiciones de sus ciudadanos (teniendo un énfasis especial en ir en contra del cristianismo). En un país donde el estado es prácticamente inexistente lo que primaría es el orden espontáneo y todas aquellas instituciones y costumbres que han forjado a la sociedad. Dentro de ellas está, obviamente, la religión. Y es que denostar o negar la importancia que tiene la religión en la conformación del ethos de un pueblo (como diría el historiador y filósofo político Dalmacio Negro), es negar la esencia misma de una sociedad.
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