Carlos Rivera

La rumba del cronista

Sobre el periodista y profesor Wilfredo Mendoza

La rumba del cronista
Carlos Rivera
11 de febrero del 2025


La historia de mi segundo intento por concluir la carrera profesional de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de San Agustín data del 2003, y no por ganas estrictamente académicas sino porque iba detrás de una chica de cabellera roja y ojos color caramelo. Más que un cartón quería continuar con los sabrosos besos de mi Dulcinea. 

Unos muchachos impetuosos de segundo año querían organizar una revista y deseaban colaboradores para dicho proyecto. Acordamos reunirnos a medio día, a la sombra de unos árboles que ahora ya no existen. Los dos muchachos flaquitos me explicaban sus ideas con inocente esperanza de convertirnos en los futuros cronistas que revolucionaríamos el periodismo peruano.

Ya luego de unos años las cosas habían cambiado desde mi ingreso en 1997. Esperábamos a uno de los estudiantes que según ellos escribía muy bien y era el único que había tenido una nota promedio (digamos un 14 para usar una analogía un tanto facilista) de un profesor llamado Wilfredo Mendoza a quien los tres jovencitos respetaban por sus sólidas lecturas, la buena prosa que manejaba y sus dotes de catedrático impaciente. El trabajo de marras era una reseña sobre aquel legendario libro de Truman Capote, Música para camaleones. Sentí una emoción desbordante al saber que un docente no solo desarrollaba sus sílabos, sino que iba más allá de sus responsabilidades académicas: hacía volar a sus alumnos con la magia de las historias a través del lenguaje. 

Era un cachimbo maduro con alguna experiencia de columnista en Arequipa al día y otros medios locales. Desde luego esa revista universitaria nunca vio la luz. De los mencionados a ninguno pareció gustarles verdaderamente el periodismo. O quizás huyeron de aquella poco onerosa carrera la cual nadie terminaba sus días con algún Ferrari o una casa con piscina mientras una morena caribeña le preparaba su limonada. Y desde luego mi historia de amor acabó como una pobre copia de algún melodrama de Woody Allen. Si la chica de ojos color caramelo volvía conmigo seguro me quedaba en la universidad y al siguiente año hubiera tenido de profesor del curso de Redacción Periodística a Wilfredo Mendoza. Y eso hubiera sido un gran honor para este incorregible – y eterno- estudiante.

Pasaron los años y el periodismo (o la literatura) nos lleva por otros rumbos, pero las querencias siempre nos direccionan visitar esos lugares donde guardamos nuestra nostalgia. Las generaciones de periodistas que ahora ejercen la profesión con solvencia siempre guardan de él un solemne respeto. Esa consideración desde la voluntad y el agradecimiento cuando alguien nos comparte la lucidez de su arte. Lo evocan y tienen un registro de alguna obra, una anécdota o alguna puntual corrección hecha por el profesor. Los periodistas más curtidos igual lo “acusan” de dominar la pluma. Pero, ¿de dónde viene esa memoria por las formas?

El periodismo reporteril o de informes es un tanto técnico y de una claridad expositiva para fines prácticos que la noticia exige (a eso se refería Borges al decir que “el periodismo se basa en la falsa creencia de que todos los días sucede algo nuevo”). No requiere mayores malabares lingüísticos o auxilio de géneros. Pero hay un periodismo romántico, cuasi amante de la literatura que no solo exige conocimientos de los hechos sino dominar los moldes de la palabra, su potencia, su ritmo y sus posibilidades infinitas alrededor de un acontecimiento. Wilfredo es un amante que tiene a la literatura en un rincón de su cama. La despierta o la agita cuando quiere hermosear las cosas para que un recuerdo viva en el corazón de sus lectores. Veamos su propia confesión: 

«El más grande placer hedonista que tengo es la insaciable lectura de buenos libros… a veces también malos. No tengo la menor idea de cuándo surgió esta “enfermedad”. Tendría, unos 17 años, y en el asiento minero de Toquepala, los diarios llegaban si llegaban, el mismo día, o al día siguiente. Ni modo. Era fan de los deportivos. El primer libro que leí, fueron los 7 ensayos de Mariátegui. Luego, uno y otro. Me “comí” los 7 tomos de las Obras Completas de Haya de la Torre, propiedad de don Reynaldo, amigo de la familia.»

Su fe en la palabra es categórica y por eso espera de ella su mejor esfuerzo: «El periodismo, siempre que se ejerza, como tal, sigue siendo la mejor aventura, para contar otras vidas, otros presentes, otros mundos, otros amores, otros desamores.»

Cada uno de sus artículos están llenos de nostalgia, miradas curiosas, sentimentalismo, fraternidad, requiebres de la vida. Hasta se permite licencias con rigor de filósofo de la experiencia: «La amistad debe ser como el amor: eterno. Pero la eternidad, bien sabemos que son solo instantes y nada más. Las fugaces ráfagas, las hacemos eternas, como el amor, como la amistad, como la vida misma.»

Véase este rotundo párrafo: «Escribir en pasado, para quienes han perdido, algún ser querido, es harto complicado, porque se trata, supongo, de aprender a vivir en soledad. Es desolador, porque buscas su mirada, su presencia, y te das cuenta que nunca más estará ese alguien…Ha partido en ese extraño viaje que es la muerte.»

Wilfredo escribe de todo y para todos. Tiene ritmo, azúcar y lágrimas para perfilar un texto sobre algún cantante de la nueva ola como Leo Dan, sus recuerdos familiares, las manías de Bryce Echenique, la asombrosa narrativa de Gabriel García Márquez o Pedro Páramo, las lecturas críticas de Harold Bloom o los consejos de Tomas Eloy Martínez. O ese extraordinario texto (“Los caminos equivocados”, redacción BAM Noticias,24/01/2025)  por su hondura humana capaz de clavarnos el pecho dedicado a Joan Didion y su libro Lo que quiero decir (Literatura Random House,2021) donde usa la experiencia de la autora, para controlar nuestros prejuicios por la tiranía de la felicidad impuesta: 

«La rechazaron de Stanford, porque, no “cumples los requisitos, lamentamos informarte de que, debido a la dureza de la competencia”. Lloró, porque a cualquier joven como ayer, como hoy, como mañana; le destrozan el corazón y las ilusiones juveniles. Nada más cierto, allí vuelvo a un doble y triste episodio.

Un profesor que lo recuerdo bien claro, me predestinó a ser “un don nadie” y cuando postulé a la universidad, en ambas, no ingresé. Como Joan, lloré solo y sin testigos. La vida, luego entendí, me tenía otros caminos, vivir como un “vago ilustrado”.»

Wilfredo Mendoza sigue escribiendo y enseñando con su inconfundible estilo. Lo hace desde su melomanía, las cicatrices de la vida o su imperturbable amor por los libros. Un cronista cotidiano (breve pero rotundo) forjado en la pesquisa periodística, la pizarra universitaria y la buena literatura que embellece su prosa. Sigue adelante con tu “periodismo con ambiciones artísticas” parafraseando al buen Gay Talese. Nos debemos unas cervezas, maestro.

Carlos Rivera
11 de febrero del 2025

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