Eduardo Zapata

La Punta y una democracia posible

Una lectura de signos urbanos y conductuales

La Punta y una democracia posible
Eduardo Zapata
10 de julio del 2019

 

La Punta. Casi 4,000 habitantes, alto índice de desarrollo humano, diversidad en la homogeneidad. Si me lo preguntan, yo nací allí y allí transcurrieron mi infancia y adolescencia en ciernes. También la adolescencia y primera Universidad. Ilusiones, sueños. Travesuras. Amigos. Barrio. Patota. 

Escribo esto pensando a la vez en la democracia y la ciudadanía —así como en la gobernanza—, pero también en esas correrías y en esa casa que preside esta nota, casa donde viví y cuyo cuarto lleno de lunas —el escritorio de mi padre— fue tomado gradualmente por mí, por mis ejércitos de soldaditos ingleses y luego por Zweig, Dumas, Dickens (de mi padre) y los libros de la Universidad que alimentaban mis trabajos.

Arquitectura armónica y no invasiva la del distrito. Algunas mansiones aún vigentes, casas con puertas abiertas todo el día. Posibilidad de comer algo o almorzar/tomar lonche/cenar en casa del amigo ausente. Esperando. Porque nos conocíamos. Como conocíamos al comisario, al policía de la cuadra, al alcalde, al médico de casi todos. 

Y entonces había confianza. Proximidad. Chismes, sí, pero finalmente inofensivos. De donde era posible vivir en el cotidiano lo que de grandes aprendimos se llamaba democracia y ciudadanía. Nunca medió una distancia férrea con el Callao propiamente. Jugábamos fútbol hasta morir en equipos puros o mestizos. Eso no importaba. Éramos amigos.

Y claro que las playas nos daban horizonte. Uno común, creo yo. Sin obstáculos, hasta donde nuestra vista alcanzaba. Las piedras del Cantolao y la arena ya dentro del mar, hacían la playa. Con un agua helada que no he vuelto a sentir en playa alguna.

Un tercio de La Punta era la Escuela Naval. Y eso nos reafirmaba confianza, pero también la vigencia de Grau, su caballerosidad obligatoria; los uniformes impecablemente blancos por doquier nos hablaban de limpiezas íntegras. Nos unía una historia revivida diariamente en los ejercicios navales, en sus ritualidades, las retretas dominicales con su banda de música, en su presto servicio ante emergencias marítimas.

Pienso en esto porque hubiese sido ideal haber podido elegir al comisario, al juez, al fiscal y contar con un jurado. Cerca, muy cerca, hubiésemos estado a punto de ser el ciudadano que todos anhelamos. Viviendo en entornos amigables, decidiendo, deliberando lo conveniente en la conversación diaria. Allí nacían las políticas públicas.

Y pongo en duda la idea de un solo alcalde para todo Lima. Sí, planes integrados. Sí, optimización de recursos. Sí y muchos sís. Pero el alcalde nos “representaría” y no sería el vecino cercano. Y los concejales vivirían en sabe Dios dónde, menos cerca de mi casa. Y no me podría quejar ni aportar, me desinteresaría de mi ciudad. Porque entre vecinos ignorantes del vivir vecino no hay lugar común. 

Disculpen la mezcla de reminiscencias con la lectura de signos urbanos y conductuales y la democracia. Pero por eso mismo me pareció sincero y legítimo escribirlo así. Gracias Vanina Román (sobrina que vive hoy en EE.UU.) por la foto.

 

Eduardo Zapata
10 de julio del 2019

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