Luis Enrique Cam
La peruana más famosa del mundo: Santa Rosa de Lima
Patrona de América, Filipinas y las Indias Occidentales

Isabel Flores de Oliva, conocida universalmente como Santa Rosa de Lima, es la peruana más famosa del mundo. Así lo afirma el reconocido historiador y biógrafo de la santa, José Antonio del Busto.
Nacida el 30 de abril de 1586, en una Lima virreinal de apenas 30,000 habitantes, su vida —tan breve como plena— marcó un hito en la historia espiritual de América. No fue noble ni poderosa, no dirigió ejércitos ni tuvo cargos públicos. Pero su extraordinaria entrega al prójimo, su profunda fe y su oración luminosa la convirtieron en la primera santa de América.
Cuenta la tradición familiar que una india llamada Mariana, al ver su rostro en la cuna, quedó maravillada por la belleza de la niña. Fue su madre quien la “rebautizó” con el nombre de Rosa, por el tono rosado de su piel, a pesar de que había sido bautizada oficialmente como Isabel. Ese nombre fue motivo de conflicto entre su madre y su abuela —una la llamaba Rosa, la otra exigía Isabel— hasta que, siendo niña aún, descubrió la existencia de Santa Rosa de Viterbo. Convencida de que el nombre era cristiano, adoptó la identidad de Rosa de Santa María, señalando así su profunda devoción a la Virgen.
Creció en el seno de una familia numerosa y con limitados recursos. Su padre, Gaspar Flores, trabajó como arcabucero de la guardia del palacio virreinal y luego emigró a Quives, buscando mejores oportunidades en un obraje minero. Allí Rosa tuvo experiencias de felicidad y tristeza: recibió la confirmación de manos del santo arzobispo Toribio de Mogrovejo y sufrió por la muerte de su hermana Bernardina, quien fue su guía en la fe y en las letras.
Rosa vivió una intensa religiosidad en lo cotidiano, pero no escapista. Se consagró como terciaria dominica —lo que le permitía vivir en el mundo sin ingresar al convento— y abrazó una vida de austeridad, trabajo, oración y servicio. Aunque no era monja, tomó el hábito dominico en una sencilla ceremonia en Santo Domingo. Aportó económicamente a su hogar mediante el bordado, la costura y la repostería; pero sobre todo se entregó al cuidado de enfermos, esclavos y marginados, recibiéndolos en su propia casa. En palabras suyas: “Cuando atendemos a los pobres, atendemos al mismo Jesús”.
Su vida estuvo marcada por experiencias místicas: visiones, ataques demoníacos y profundos estados de contemplación. Tenía una relación de cercana amistad con Dios y con la naturaleza porque veía en todo lo creado un reflejo del Creador. Construyó su propia celda con adobes que ella misma moldeó y allí pasó largas horas en oración. Se dice que tenía un trato con los mosquitos para que no la picaran durante la oración. Sus prácticas penitentes la unían a Jesús doliente. “Aparte de la cruz, no hay otra escalera por la que podamos llegar al cielo”, afirmaba.
En un Domingo de Ramos tiene un diálogo singular con el Niño Jesús en el templo de Nuestra Señora del Rosario. Ahí se produjeron los desposorios místicos, que se sellaron simbólicamente con un anillo colocado en el sagrario durante el Triduo Pascual. Aquel acto no fue una simple expresión piadosa, sino una declaración absoluta de pertenencia y fidelidad a Cristo.
Sin embargo, su santidad no fue asumida sin escepticismo. En vida, fue examinada por teólogos de la Inquisición de Lima, que concluyeron que su espiritualidad era auténtica y coherente con la fe católica. Impulsó con perseverancia, aunque no lo viera en vida, la fundación del Monasterio de Santa Catalina de Siena de Lima, donde años después ingresaría su madre como religiosa de clausura.
Durante sus últimos años, Rosa vivió en la casa de la familia De la Maza-Uzátegui, donde fue acogida por recomendación de su confesor, el dominico Juan de Lorenzana. Allí vivió con sencillez y entrega, enseñando a las hijas de la familia y llevando una vida doméstica común. Su salud, siempre frágil, se deterioró dramáticamente en agosto de 1617. Según consta en la declaración de los testigos del proceso de beatificación, el primer día de ese mes sufrió lo que hoy podríamos identificar como una hemorragia cerebral por aneurisma, seguida de convulsiones, parálisis parcial del cuerpo y dolores intensos de cabeza que soportó con admirable entereza. El 23 de agosto, anunció a su confesor que esa noche moriría. A las pocas horas, el 24 de agosto, falleció a los 31 años.
El impacto de su muerte fue inmediato y arrollador en la ciudad. Lima entera —desde el virrey hasta el último de los esclavos— se volcó a rendirle homenaje. Para evitar disturbios, su entierro se realizó de forma privada varios días después. El artista italiano Angelino Medoro retrató su rostro post mortem, una imagen que se conserva hasta hoy como el retrato más fiel de la santa.
La devoción a Rosa trascendió rápidamente las fronteras del Perú. En 1668 fue beatificada por el papa Clemente IX, convirtiéndose en la primera persona americana reconocida oficialmente como modelo de santidad por la Iglesia católica. En 1671, el papa Clemente X la canonizó y la declaró patrona de América, Filipinas y las Indias Occidentales.
Su legado se materializa hasta hoy en la casa familiar, convertida hoy en el Santuario de Santa Rosa de Lima. Su jardín, la celda de adobe, el célebre pozo y las reliquias que allí se veneran: cartas, el Cristo de madera y hasta una reliquia ex ossibus. Cada 30 de agosto, miles de peruanos visitan ese lugar con fe inquebrantable, arrojando cartas de peticiones y promesas al pozo.
Santa Rosa no fue una mujer perfecta en el sentido humano, pero sí fue profundamente coherente. Su entrega total, su lucha interior, su fe sin condiciones y su amor sin medida por los más vulnerables la convirtieron no solo en la Rosa de Lima ni en la Rosa del Perú, sino en la Rosa del mundo. Su figura trasciende credos, épocas y culturas. Los peregrinos de los cinco continentes que visitan su casa a lo largo del año, lo confirman. Ella es, en definitiva, la flor más bella del jardín espiritual del Perú*.
* El próximo octubre se colocará una estatua de Santa Rosa de Lima en el Camino Mariano de los Jardines Vaticanos, convirtiéndose en la primera santa —además de la Virgen María— en ocupar un lugar en tan emblemático espacio. La ceremonia coincide con el pontificado del primer Papa peruano: León XIV.
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