Alejandro Arestegui
La pequeña Edad Oscura (II)
Sobre las nefastas consecuencias de la Revolución francesa
En la primera parte de estas reflexiones vimos las consecuencias político-sociales de este nefasto episodio conocido en la historiografía moderna como “la Revolución francesa”, evento lleno de miseria, sadismo, sangre y crueldad que sin embargo es retratada por muchos líderes políticos afines al socialismo como un hecho histórico y positivo pero así como relatamos las farsas y mentiras que propugnaban así como las terribles consecuencias políticas que trajo a la sociedad francesa, en esta ocasión vamos a enfocarnos en la grave crisis económica que sobrevino a la Revolución, y el que el nuevo gobierno en lugar de arreglar las cosas solamente las empeoró.
Como abarcamos la pasada ocasión, el trabajo detallado del historiador Scott Trask resume con perfección las terribles consecuencias de la revolución, así como ensalzó las brillantes palabras de Edmund Burke y su contundente rechazo hacia esta. Sumado al descontento de las medidas tomadas por el gobierno revolucionario y que no hicieron más que enojar al pueblo, debemos acotar que la gota que derramó el vaso y generó descontento entre las clases más bajas de la población fue sin dudas la creación de la ley del servicio civil del clero, esta rotunda y absoluta injuria que pretendía cambio radical y destrucción de la institución eclesiástica en Francia produjo un levantamiento campesino liderado por algunos nobles realistas en la comunidad francesa de la Vendée, rebelión sofocada en poco más de un año, costándole la vida a cientos de miles de personas y reprimiendo severamente a la población mediante el uso de masacres y formas terroríficas de amedrentamiento con tal de pacificar dicha región, podemos decir que el gobierno revolucionario implantó su ley a punta de pistola y cobrándose cientos de miles de víctimas en el trayecto.
Comencemos ahora sí a abarcar los problemas y desastres económicos en los que incurrió el gobierno revolucionario francés. La Asamblea Nacional que tomó el control del poder político en Francia en el verano de 1789 se encontró afrontando una crisis fiscal peor que la que afrontó la ahora difunta monarquía solo unos meses antes. La asamblea estaba gastando enormes sumas en proyectos de obras públicas en París y en subsidios para pan (no obstante, debido a la expulsión y/o asesinato de religiosos y clérigos católicos los servicios de salud, ayuda y caridad se vieron sumamente afectados). Recién librados de los grilletes de la autoridad real, el pueblo no estaba dispuesto a volver a pagar impuestos y mucho menos mayor variedad de impuestos. Muchos, sin duda, interpretaron que la Revolución significaba la eliminación de los impuestos y la desaparición del aparato recaudador operativo y coactivo. En búsqueda desesperada de ingresos, la Asamblea se resistió a abolir la odiosa gabelle (el impuesto sobre la sal), pero de todas formas nadie la pagaba.
Entretanto, los intereses y los gastos fundamentales recaían sobre la deuda nacional. ¿Qué hacer? Lo lógico y justo era repudiar la enorme deuda en la que incurrió la monarquía. Después de todo, el pueblo de Francia, sin voz ni representación durante siglos, nunca la aprobó ni sancionó y si la monarquía había sido tan opresiva e inicua como afirmaban los revolucionarios, ¿No deberían sin duda las masas no soportar las cargas de la responsabilidad de pagar sus extravagantes deudas?
La Asamblea sabía que era políticamente inconcebible fijar nuevos impuestos y esperar que se pagaran sin enviar un ejército al campo para sacudir a los campesinos, pero ¿cómo pagar al ejército? Cualquier solicitud adicional de préstamo estaba fuera de lugar hasta que pudieran fijarse nuevos impuestos. Eso solo dejaba un recurso: saquear a los órdenes privilegiados. En noviembre de 1789, la Asamblea expropiaba los vastos terrenos y propiedades de la iglesia francesa y los declaraba «propiedad nacional». A partir de entonces, estarían «a disposición de la Nación» (se referían al estado). Burke observaba sarcásticamente que el gobierno, aún en su infancia, se había agarrado a «uno de los más pobres recursos del viejo despotismo».
Para Edmund Burke, la confiscación servía al nuevo gobierno de tres nefastas maneras. Primero, no hacía sino destruir a una autoridad social rival que podía controlar su poder moral y político. Segundo, aplacaba al poderoso «interés monetario» de París y el extranjero, al proporcionar medios para financiar la inmensa deuda de la monarquía. Era injusto que se saqueara a la iglesia, una institución que ni era responsable de contraer la deuda ni se había beneficiado de los gastos en déficit. «Es a la propiedad del ciudadano y no a las demandas del acreedor del estado, a la que ha dado la palabra la fe primera y original de la sociedad civil», escribía Burke. Tercero, creaba una nueva clase de propietarios de tierras cuya lealtad sería al estado revolucionario, de quien dependía su autoridad y la supervivencia de sus títulos de propiedad.
Burke calificaba a la confiscación de tierras de la iglesia, junto con un «papel moneda obligatorio», con el que estaba relacionado, como la primera capa de «cemento» con la que el gobierno revolucionario gobernaría sobre una Francia unificada y servil, a la que estaba tratando como un país conquistado. La segunda capa sería «el poder supremo de la ciudad de París» y la tercera «el ejército general del Estado», aunando así poder económico con poder político y militar en una trinidad impía de opresión y expropiación. La Asamblea no tardó mucho en darse cuenta de que la venta de tierras de la iglesia no sería por sí sola la bonanza fiscal que había entrevisto. Para empezar, poner todas esas propiedades en el mercado disminuiría su precio de venta. Segundo, sencillamente no había suficiente capital flotante (es decir, metales preciosos) en Francia para hacer compras a gran escala. ¿Qué hacer? Era el momento del «último remedio» para la insolvencia fiscal: el papel moneda fiduciario del gobierno. Así se diseñó la infame producción de assignats. En marzo de 1790, la Asamblea autorizó la impresión de 400 millones de libras de assignats en papel con importes de 200, 300 y 1.000 libras, dando un 3% de interés y aceptados para el pago de impuestos y la compra de propiedades nacionales. En su apariencia, eran como los bonos del tesoro ingleses o las letras estadounidenses. Sus defensores argumentaban que los assignats proveerían los pagos a los acreedores del estado, proporcionarían un medio para que la gente comprara tierras y propiedades, sacarían de su escondite a los metales preciosos y estimularían el comercio y la industria.
A pesar de que el nuevo régimen trató de abrirse económicamente, aboliendo el diezmo, el corvée, los gremios y todas las barreras arancelarias internas. Sin embargo, no iría más allá y pronto regresaría a una especie de hipermercantilismo. Burke habla de su abierto y desdeñoso «desafío a los principios económicos». El famoso economista Jean-Baptiste Say recordaba con disgusto que «en el momento que había cualquier asunto de comercio o finanzas en la Asamblea Nacional, se podían oír violentas invectivas contra los economistas». Esa es siempre la recepción correspondiente de los hombres a los que se les dicen verdades molestas o incómodas. Al final del verano de 1791, el gobierno estaba de nuevo corto de fondos, así que recurrió naturalmente a una segunda emisión de assignats. Sin embargo, esta vez doblaron la dosis a 800 millones, bajaron el pago de intereses e hicieron de ellos moneda de curso legal para todas las compras y deudas en toda Francia. Cuando los economistas volvieron a protestar de nuevo, los defensores del papel replicaron que el respaldo del estado impediría la depreciación, que los assignats pagados al tesoro se destruirían y que esta sería la última emisión.
Las consecuencias de la segunda emisión fueron las que habían anticipado los impopulares pero sabios economistas: depreciación de su valor, precios al alza, especulación febril, quejas sobre una escasez de dinero, reclamaciones de más assignats, postración del comercio y la industria, consumo desordenado y disminución del ahorro. El cálculo económico se hizo imposible, pero la especulación bastante rentable (o ruinosa). Debe reconocerse a Burke una predicción notablemente adecuada y precisa. Creía que el aumento de precios, consecuencia de la inflación de assignats, haría que no fuera rentable a los agricultores llevar sus cosechas al mercado. Se quedarían en casa y producirían solo para sí mismos o para realizar trueques con sus vecinos. El gobierno enviaría entonces tropas al campo para confiscar grano y otros alimentos. Ocurrió exactamente como predijo.
En marzo, la Convención Nacional creó el Comité de Salvación Pública, de nombre orwelliano, que fue una especie de comité del terror, dedicado a expropiar y asesinar a los considerados «traidores» a Francia o enemigos de la Revolución. En mayo aprobaron el Maximum, imponiendo precios máximos en el grano. Esto empeoró la escasez de grano (indispensable para la dieta francesa). En junio, aprobaron el Préstamo forzoso, un impuesto progresivo de la renta, cuya progresividad era rebajada progresivamente para llegar a cada vez más ciudadanos. También aprobaban leyes cada vez más draconianas y mortíferas, pensadas para obligar a la gente a aceptar los assignats a la par y prohibirle intercambiarlos por menos que su valor facial. En julio, la Convención repudió la primera emisión de assignats que generaba intereses. En agosto se prohibió comerciar (es decir, comprar o vender) con metales preciosos. En septiembre, la Convención aprobó el Maximum general, extendiendo los precios máximos a toda la comida, así como a la leña, el carbón y otros productos esenciales. Durante 1793, la Convención emitió 1.200 millones de assignats; en 1794, 3.000 millones. Luego vino el diluvio. En 1795, se imprimieron 33.000 millones y en octubre, cuando un nuevo gobierno—el Directorio—asumió el poder, el poder adquisitivo de los assignats había caído a prácticamente nada. En el mercado negro, 600 francos de assignats se cambiaban por un franco de oro.
El Directorio acabó con el assignat, pero no con la inflación. En febrero de 1796, emitió una nueva divisa en papel, el mandat, y lo hizo intercambiable por assignats con una relación de 30 a 1. En agosto, después de haber emitido 2.500 millones, el mandat había caído al 3% de su valor facial. En 1796, el Directorio había tenido bastante, por fin, y eliminó el carácter de curso legal tanto para el assignat como para el mandat. Inmediatamente su mínimo valor restante de intercambio desapareció completamente.
Hizo falta que llegara Napoleón para restaurar la moneda fuerte en Francia. Como Primer Cónsul, introdujo en 1801 la pieza de oro de 20 francos e insistió en que a partir de entonces a soldados, contratistas y mercaderes se les pagara en oro o su equivalente. Había acabado la tormenta de papel. Al haber suspendido el Banco de Inglaterra los pagos en metálico en 1797, el gobierno inglés cayó en la consternación. Napoleón llegaría a conquistar la mayoría del continente con el patrón oro. Su éxito dio la base para la excusa de generaciones de investigadores y académicos de que, a pesar de todos sus defectos, el assignat «salvó» a la revolución. Por el contrario, ayudó a traer el Terror y retrasar una generación el progreso francés.
Tras todo lo expuesto anteriormente, el señor Trask (que es norteamericano), expuso el problema de la moneda Fiat que no tiene más respaldo que la confianza que brinda el gobierno; y es importante resaltar que el patrón en el que vivimos actualmente es el de la moneda fiduciaria que no tiene respaldo en un metal precioso, esto quiere decir que la divisa peruana es aceptada por los habitantes debido al magnífico trabajo realizado desde el banco central de reserva; y que cualquier cambio político brusco que lo deprecie podría llevarnos a la pérdida de confianza en el Sol peruano y por tanto, a una nueva hiperinflación. Para el caso francés, el modelo no sufrió muchos cambios desde entonces y aunque en la actualidad la política monetaria francesa depende directamente de lo que dicta el banco central europeo, durante estos últimos siglos la economía francesa llegó a crecer siempre en cifras inferiores a las de su vecina Inglaterra, Estados Unidos e incluso la naciente Alemania, esto debido a que muchas de las políticas que se llevaron a cabo durante la Revolución fueron aplicadas de nuevo durante la democracia, en especial en los gobiernos del partido socialista francés donde dichas medidas fueron implantadas gracias a la explicación y discursos llenos de bellas palabras apoyados por supuestos especialistas, sin embargo gran parte de los problemas sociales que atraviesa la nación francesa actualmente derivan de la creación del estado de bienestar, el cual empezó durante la Revolución francesa al querer reemplazar a la caridad y beneficencia que proporcionaba la iglesia católica con programas de asistencia social proveídas directamente por el estado, estos programas se mantuvieron durante las siguientes décadas hasta llegar al día de hoy, ahora que el número de beneficiarios se ha quintuplicado y el estado no se da abasto para poder satisfacer las numerosas necesidades creadas artificialmente a través de décadas de programas paternalistas, obligan al gobierno actual de Macron a realizar ciertos recortes presupuestarios los cuales obviamente afectan a un importante sector de la población, la cual consta de personas de clases bajas, muchos de ellos migrantes que huyeron de las antiguas colonias hacia la metrópoli, esto sumado a las políticas de fracasada inclusión y de multiculturalismo derivan en el fracaso del estado francés en proveer programas sociales para toda la población en conjunto. Obviamente la solución pasa por erradicar ese colectivismo, estatismo y paternalismo que ha reinado en Francia desde 1789, naturalmente este cambio sería bastante chocante pues iría en contra de los principios formadores de la primera república (sobre todo contra la igualdad y fraternidad), pero en tiempos de crisis todo es necesario con tal de evitar una nueva catástrofe que termine por destruir todo el tejido social de la segunda economía más importante de la unión europea.
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