Raul Labarthe

La ideología como destrucción de la política

Fanáticos que defienden desde su trinchera una fórmula reduccionista

La ideología como destrucción de la política
Raul Labarthe
01 de julio del 2022


En los últimos años en el Perú hemos presenciado una explosión de los debates ideológicos en todos los ámbitos; pero con mayor intensidad en las redes sociales, donde es protagonizado sobre todo por jóvenes influidos por diversas corrientes. Tras décadas de decepción y de apatía, a mis más de 30 años, nunca viví un periodo de la historia de mi país con un debate público tan dinámico y acalorado como este.

Los noventa, marcados por la tecnocracia y la destrucción de los partidos políticos, dieron paso a los dos mil, cuando –tras el caos traumático de los ochenta– lo único que parecía importar es que los políticos dejaran a los peruanos trabajar. Recuerdo que la inmensa mayoría de adultos que conocí –cuando era adolescente–, despreciaban los ‘debates de café’, afirmando que lo único que las masas requerían era que el precio del cobre estuviese arriba y que el Estado impusiera el orden y la ley. Las ‘ideologías’ parecían muertas.

Hoy, por el contrario, tal vez a raíz de la enorme crisis política que afrontamos, que se desenvuelve a contrapelo de las notables mejoras económicas y sociales de las últimas décadas, vemos emerger distintas corrientes de opinión: progresistas, marxistas, nacionalistas, libertarios, conservadores, hispanistas, entre muchos otros. Las redes sociales van forjando opinión, con las respectivas ‘cámaras de eco’ de cada grupo, para luego enzarzarse en interminables pugnas que -en el mejor de los casos- alcanzan el terreno intelectual.

Pero cabría preguntarse realmente, ¿qué es una ideología? Este término polisémico, prostituido y reformulado en incontables ocasiones, tiene realmente un origen bastante concreto: el marqués francés Antoine Destutt, filósofo y aristócrata, acuñó el término en 1796 durante la Revolución Francesa, para referirse a lo que sería una “ciencia de las ideas”.

Sintomático de los tiempos de la Ilustración, el ambicioso proyecto de Destutt era estudiar a las ideas como si se trataran de fenómenos naturales, extrapolando el método científico –cuyo éxito era inigualable– al campo de la esfera política. No es de extrañar que Auguste Comte, padre del positivismo, haya sido luego influido por Destutt. Pienso que este ‘naturalismo político’ es lo que caracteriza esencialmente a las ideologías: un esquema totalizante que aspira a resolver a priori la realidad social y política, dejando fuera del análisis toda evidencia empírica que lo contradiga. De hecho, esta apuesta marcó un hito histórico: el divorcio entre el pensamiento político clásico y los marcos cientificistas que pusieron a la razón en un pedestal durante el siglo XIX, concluyendo en la catástrofe del siglo XX, por llevar al nacionalismo, al comunismo y al liberalismo hasta sus últimas consecuencias.

Los tiempos actuales ameritan, por el contrario, rescatar los fundamentos del pensamiento occidental. Desde Ética a Nicómaco, Aristóteles distinguió entre los tipos de saberes y planteó claramente que la realidad política no debía organizarse de manera exclusivamente racional (sophia) o científica (episteme) –a lo que nos conduce la ideología–, sino a través de la sabiduría práctica (phronesis).

Tanto la filosofía moral, como la realidad política derivada de esta, no pueden reducirse meramente a constructos lógicos o empíricos como nos plantea el naturalismo del siglo XIX; este es el camino a las peores tiranías que han instrumentalizado al ser humano. Por el contrario, el debate público debería entender que la organización de una sociedad no puede darse sobre construcciones ideológicas, sino más bien como una combinación entre la razón, la experiencia y la capacidad para analizar caso por caso.

De lo contrario, lo que nos encontraremos cada vez más es a fanáticos que defienden desde su trinchera una fórmula reduccionista, que pretende resolver todos los problemas del país desde una sola perspectiva. Y enfrentados a aquellos que adoptan el esquema contrario, sacándose los ojos por quién tiene la razón, mientras el problema concreto seguirá ahí esperando.

La recuperación del interés por lo público no nos debe llevar a cometer los mismos errores del siglo XX, sino más bien al aprendizaje de estos, y a una concepción clásica que combine la teoría, la práctica y el sentido común. Porque como bien dice el dicho: “cuando todo lo que tienes es un martillo, verás cómo es que todo comienza a parecerse a un clavo”.

Raul Labarthe
01 de julio del 2022

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