Alejandro Arestegui
La fe y la razón para salvar a Occidente
Las lecciones que el “Debate del siglo” brindó al derecho en Occidente
Varios sucesos políticos recientes han resquebrajado las democracias de Occidente. La inestabilidad política reina en países como España, Francia, Alemania y Reino Unido. Los principales países de Europa occidental están sufriendo embestidas y escándalos políticos, y hasta el propio modelo democrático se pone en tela de juicio. Es a raíz de esta crisis, que pone a prueba los cimientos de las democracias occidentales, que volvemos a los debates políticos y filosóficos de inicios del milenio. Y es que este año se cumple el vigésimo aniversario de lo que algunos denominaron el “Debate del siglo”, una discusión entre dos de los más grandes pensadores de los últimos tiempos: Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger. Exploremos pues los puntos más importantes de aquel debate y cuáles son las lecciones que nos brindan ante la delicada situación política en la que nos encontramos hoy.
Un 19 de enero del 2004 el filósofo alemán Jürgen Habermas y el entonces cardenal Josef Ratzinger (futuro papa Benedicto XVI) llevaron a cabo un diálogo que fue organizado por la Academia Católica de Baviera en Múnich. El centro de la discusión fueron las bases morales prepolíticas del Estado Liberal. Durante el diálogo cada uno de los interlocutores principales presentaron una breve ponencia y luego tuvo lugar un coloquio de preguntas en el que participaron los demás asistentes del encuentro. Sin lugar a dudas el debate dio como resultado numerosas polémicas, también fue interesante las posturas están antagónicas una de la otra. Habermas representa el pensamiento de la Escuela de Frankfurt (aunque heterodoxo en ese sentido) así como el racionalismo ilustrado, mientras que Ratzinger evoca lo más puro de la tradición Cristiana Católica. No obstante, el debate fue llevado con gran serenidad y sin altercados; demostrando que el debate no sólo es una confrontación, sino que también puede convertirse en un diálogo bastante enriquecedor.
El análisis de Habermas aborda principalmente dos cuestiones esenciales. En primer lugar, hace hincapié en los presupuestos normativos que subyacen a la formación del Estado liberal moderno y, en segundo lugar, se pregunta si un individuo religioso puede actuar de acuerdo con sus creencias o su sistema de valores dentro de un Estado Laico. Habermas inicia su discurso citando al jurista Ernst-Wolfgang Böckenförde, quien a mediados de los años sesenta se preguntaba si el Estado liberal secularizado se sustentaba en presupuestos normativos que no podía garantizar adecuadamente. Habermas postula que esta indagación pone en tela de juicio la capacidad del Estado Constitucional Democrático para derivar sus fundamentos normativos de sus propios principios, al tiempo que suscita preocupación por su dependencia de las tradiciones religiosas cristianas que preceden al Estado moderno. Habermas hace referencia a Böckenförde, quien sostenía que el Estado liberal moderno se sustenta en presupuestos derivados de la tradición cristiana, incluidos los conceptos de libertad y dignidad humana.
Además, Böckenförde sostiene que el cristianismo sirve de fundamento ético del Estado liberal; sin estos ideales, el Estado liberal se desintegraría. Habermas discrepa fundamentalmente del jurista alemán, afirmando que los valores normativos del Estado Constitucional Democrático se basan en la razón, concretamente en la razón procedimental, y no en ningún marco religioso. Habermas afirma que el Estado Constitucional se fundamenta en la razón y adopta una postura no religiosa y postmetafísica. Aquí es donde entra en conflicto con su razonamiento de la “Acción Comunicativa”. En una era post-metafísica, el Estado Constitucional alcanza su propósito cuando el proceso democrático de formación de la opinión pública y de la voluntad estatal no sólo es inclusivo y discursivo, sino que también presume la aceptación general de sus resultados, al tiempo que garantiza que este procedimiento democrático de elaboración de leyes salvaguarda los derechos individuales y políticos fundamentales. En consecuencia, para Habermas, el proceso democrático deliberativo produce inherentemente legitimidad. Habermas se pregunta si las motivaciones de los ciudadanos para un Estado democrático constitucional requieren presupuestos religiosos o metafísicos. Esta pregunta es crucial, ya que la ley por sí sola no puede cultivar las virtudes cívicas; por tanto, según Böckenförde, el ethos cívico se basa en presupuestos que preceden al Estado liberal moderno.
En conclusión, Habermas afirma que el Estado liberal moderno no presenta vulnerabilidades inherentes dentro del proceso político, ya que el Estado liberal constitucional funciona como un régimen autónomo que engloba todos los elementos necesarios para que la legalidad alcance legitimidad y para que los ciudadanos la defiendan y la respalden. En consecuencia, el modelo estaría sustentado por la solidaridad y el compromiso cívico constitucional. Al abordar la segunda cuestión, Habermas, un filósofo influido por el socioliberalismo, sostiene que sería injusto que los individuos religiosos renunciaran a sus principios para participar en el discurso público, mientras que los no creyentes conservan sus principios y tratan de estructurar el Estado moderno de acuerdo con ellos. Habermas sostiene que los individuos religiosos pueden participar en el discurso público, siempre que modifiquen su comunicación para garantizar la comprensibilidad de todos los ciudadanos. Habermas concluye que, en una sociedad postsecular, los individuos laicos no deberían descartar el potencial de verdad de las nociones religiosas, ni negar a los ciudadanos religiosos su libertad para participar en el discurso público.
Por el contrario, la exposición de Ratzinger abarca fundamentalmente tres facetas urgentes del contexto histórico contemporáneo, que son evidentes a lo largo de su discurso. Se trata del crecimiento de una sociedad transnacional, los retos de la supervisión legal y moral del poder, y la desintegración ética que oscurece nuestra comprensión del bien. Ratzinger comienza examinando la segunda faceta, a saber, la autoridad política y la legislación. Ratzinger afirma que el objetivo primordial de la política es subordinar el poder al imperio de la ley. Enfatiza la necesidad crítica de que todas las sociedades defiendan la ley por encima de cualquier sospecha o capricho, permitiendo así una experiencia colectiva de libertad para todos los individuos. En consecuencia, para Ratzinger, la ley debería encarnar una justicia al servicio de todos, en lugar de reflejar la caprichosa voluntad de la autoridad política contemporánea. Tras esta sucinta presentación, Ratzinger plantea la pregunta: ¿Cómo se establece el derecho y cómo debería desarrollarse para servir como instrumento de justicia en lugar de como medio para que los poderosos definan lo que es justo? En respuesta a esta pregunta, Ratzinger afirma que la solución reside en la democracia, y hasta aquí, su interpretación coincide en parte con la de su compatriota.
Ratzinger distingue su perspectiva del análisis de Habermas afirmando que la democracia implica, en primer lugar, la delegación de autoridad de los ciudadanos a sus dirigentes y, en segundo lugar, las decisiones tomadas por la mayoría. Esta delimitación pone de relieve una divergencia fundamental entre Ratzinger y Habermas, ya que Ratzinger sostiene que las decisiones de la mayoría pueden ser arbitrarias e incluso injustas, afirmación que corrobora con pruebas históricas. Una vez articulada su perspectiva sobre el vínculo entre poder y derecho, Ratzinger examina a continuación los fenómenos del poder. Ratzinger señala que, lamentablemente, en nuestro siglo han surgido dos nuevos tipos de autoridad. Por un lado, el terrorismo islámico, impulsado por el fanatismo religioso, y por otro, la tecnociencia, propulsada por la racionalidad y con capacidad para alterar genéticamente a los seres humanos como si fueran simples entes desechables. Ratzinger sugiere que ni la religión ni la razón pueden servir de fundamento fiable para apoyar éticamente la autoridad política y jurídica. Por tanto, ¿qué nos queda? Aquí, Ratzinger aborda exhaustivamente la cuestión del derecho natural.
Ratzinger identifica dos rupturas históricas al comienzo de la era moderna que sentaron las bases para un examen renovado de la sustancia y los orígenes del derecho. La primera tuvo lugar durante el descubrimiento de América, que exigió la interacción con poblaciones no familiarizadas con la fe y la ley cristiana. En este contexto, Francisco de Vitoria invocó el concepto preexistente de Ius Gentium para facilitar la coexistencia equitativa entre las naciones. El segundo hito se produjo durante la Reforma protestante, caracterizada por la fragmentación de la comunidad cristiana en facciones enfrentadas. En este contexto, se hizo imperativo invocar una ley derivada no de la doctrina religiosa, sino de la naturaleza humana, concretamente de la razón humana. En consecuencia, filósofos como Hugo Grocio y Samuel Pufendorf articularon el concepto de derecho natural como un marco jurídico que trasciende los confines de las creencias religiosas. Ratzinger reconoce que el instrumento empleado por la tradición cristiana para comprender su relación con el mundo contemporáneo se ha vuelto ineficaz, ya que el derecho natural, que se basaba en una concepción racional de la naturaleza, ha quedado obsoleto debido a la teoría de la evolución, que postula que la naturaleza se rige por el azar y no por la racionalidad.
En consecuencia, Ratzinger afirma que el único vestigio del derecho natural son los derechos humanos, que indican que los individuos son sujetos de derecho en virtud de su humanidad. Sin embargo, los problemas persisten, ya que Ratzinger dilucida que la sociedad contemporánea se caracteriza por una plétora de culturas y civilizaciones en conflicto. También señala que en cada sociedad se manifiestan numerosas tensiones.
Ratzinger cuestiona la afirmación de Habermas de que la racionalidad secular puede servir de factor unificador. Además, Ratzinger sostiene que no existe un marco intelectual, ético o religioso en el que todas las civilizaciones puedan coincidir y alcanzar la unanimidad. En consecuencia, Ratzinger concluye su debate con dos tesis sucintas.
En su tesis inicial, sostiene que la religión debe ser refinada por la razón para evitar que descienda a enfermedades peligrosas. A la inversa, sostiene que el razonamiento secular debe reconocer sus limitaciones y prestar atención a las profundas tradiciones religiosas para evitar su posible uso indebido con fines destructivos. En su segundo argumento, afirma que la conversación entre fe y razón debe incluir a todas las culturas globales, permitiendo que los valores y las normas resurjan alrededor del globo.
Ante esto, la postura de Habermas es muy clara respecto del estado liberal moderno. Este es un ente tan poderoso y tan bien establecido que puede prescindir de principios metafísicos o religiosos. Sin embargo, aquí hay que aclarar que Habermas comete un grave error al presuponer que el estado liberal moderno es autorreferencial, autónomo y autosuficiente (falacia en la que también cayeron otros pensadores como Fukuyama). Esta falacia circular en la que cae Habermas nos indica que el estado liberal se sostendría por el mero hecho de ser democrático y constitucional; y por el hecho de serlo este se sostiene en el tiempo. La segunda falacia radica en su argumento de que el estado democrático constitucional se sostiene por la solidaridad de sus ciudadanos. Esta es una falacia de falsa suposición porque supone que los ciudadanos van automáticamente defender los principios liberales y preservar la constitución por el mero hecho de estar establecido. Es por ello que no supo detectar lo que sí detectó Ratzinger; y es que la democracia ha degenerado en demagogia y la arbitrariedad de las masas, pues como bien sabemos las mayorías pueden votar irracionalmente.
Es por esto que, su servidor da como claro ganador de este debate a Joseph Ratzinger, no solamente porque pudo expresar con claridad y eficacia sus ideas, sino por lo contundente de sus tesis. En ningún momento Habermas pudo sostener su discurso en base a la realidad. Y es que los supuestos “Estados Liberales” han degenerado en lo que hoy conocemos jurídicamente como “Estado Social y Democrático de Derecho”, que, en otras palabras, es la tiranía de las mayorías y de un colectivismo cada vez más rampante y estatista. Los terribles sucesos políticos acaecidos alrededor del mundo en este último año nos dan clara muestra de que la democracia se puede destruir a sí misma y que los auténticos estados liberales han desaparecido hace ya muchas décadas. Queda pues, retomar el debate de las ideas y tratar de reformular nuestros paradigmas políticos antes de que la situación empeore y la sociedad occidental se fracture y vire hacia un punto de no retorno.
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